CAPÍTULO 5

 

 

 

 

Se acabó. Parece bien acabado este tierno diálogo entre madre e hija, esa intimidad de corazones. Silencio. Ausencia. Nada.

 

Sin embargo el diario de Mireille se convierte en una larga carta a la hija desaparecida: «...hablándote en silencio, y ahora que ya no estás, contándotelo todo... » Y de este modo, contra cualquier previsión, volvemos a oír la voz de Dominique: la madre descubre el Diario de la niña. Más allá de la muerte, es una gran lección de valor, sin ostentación ni declamación. Una gran lección dolorosa que debía ser escuchada:

 

«No tengo derecho a abandonarme a la desgracia, dejarme sumergir en la negrura absoluta cuando todavía tengo que vivir, sentir y hacer algo de mi vida: un eco de su vida, una prolongación de lo que ella es y fue...»

 

 

 

24 de septiembre Una y media

 

Murió mi querido pajarito, mi blanca paloma, tan blanca... » En su cama, totalmente cubierta por una sábana que moldea su cuerpo a la derecha grandes ramos de flores. Bella..., permaneció bella hasta su muerte.

 

Sí, fue mejor así..., ya que nada podía curarla. Vivir era continuar el sufrimiento, ¡y cuánto había sufrido este último año! Mi amor, mi muñeca más preciada, mi ruiseñor, fuiste una hija maravillosa. Tuve la alegría de poseerte durante diecisiete años. Y me queda el resto de mi vida para acordarme de ti, para que vivas en mí, para que yo viva contigo.

 

Su última sonrisa, con sus dientes ensangrentados. En estos momentos está allí, en casa, en su habitación. Mañana aún..., pero pasado mañana se producirá la separación. Y un día tras otro, lo peor sumado a lo peor. Hacía ya tres días que ya no la oía ni hablar ni reír... Ayer no la vi moverse... Hoy ya no la veo desde que Clem y yo le cubrimos el rostro. Pero su cuerpo está todavía allí, palpable, frío, que puedo tocar, besar.

 

También ese cuerpo nos será arrebatado y de ella sólo quedará su tumba en el cementerio, y su habitación..., sus ropas..., sus muñecas, todo el pequeño universo que diecisiete años de vida construyeron.

 

Yo la había educado con amor por la vida... La muerte me la quitó... quizá por una vida mejor.

 

Todavía estamos mi hija y yo. Mi hija acostada en su cama, lavada y arreglada por última vez, cubierta con la mejor sábana bordada, regalo de mi boda, y yo, sentada en su sillón, al pie de su cama, mirándola... pero, ¿y mañana?

 

 

 

25 de septiembre

 

La primera moche que duermes en el cementerio. La primera noche que te has marchado de casa. Hace poco, vi tu habitación, vacía, desordenada, como si hubiera habido una fiesta... Hasta que nos marchamos al cementerio, todo tenía un carácter festivo gracias a tu habitación, preparada como un altar, guarnecida con flores blancas... y tú, tendida en la cama, totalmente cubierta con la preciosa sábana que ahora te sirve de mortaja. Gracias a las coronas blancas, innumerables, que nos enviaron y que eran como arriates de flores en e1 jardín. ¡Era muy bonito, muy bonito!

 

Incluso ponerte en la caja no fue difícil... Estabas todavía flexible y tu ataúd era tan delicado... como una camita. Pero ha sido muy duro el momento en que te hemos visto, muchos metros abajo, en una tumba provisional; duro, sobre todo, el momento en que, yo la primera, le eché una palada de tierra; la primera fui yo, y deposité un clavel blanco en tu cabeza.

 

 

 

Lunes 29 de septiembre de 1969                                

Once horas cuarenta y cinco minutos

 

La semana pasada a esta misma hora, Dominique estaba en su cama, agonizando... en casa. Creo que necesitaré mucho tiempo para encontrar las palabras que fijarán para siempre esos pocos días que trastornaron mi vida y destrozaron mi alma para siempre jamás.

 

Ella estaba allí, viva, hace una semana...; ahora está bajo tierra, desde el jueves pasado. Y uno quisiera remontar el tiempo, recuperar estos días vividos, para rehacerlos de nuevo, para llenarlos de felicidad y de plenitud. Si hubiera sabido que eran sus últimos meses, los últimos días de mi hija, qué distintamente la hubiera mimado cómo la habría cubierto de besos, ¡cuánto más le hubiera manifestado mi amor!

 

Pero todo ocurrió a una velocidad implacable... Se encontraba mal, su garganta ensangrentada no la dejaba comer, luego hablar, luego tragar. Y yo estaba allí, delante de ella, impotente, pero pegada a su vida como una leona. No podía soportar que la pinchasen seis o siete veces antes de encontrarle una vena. Me iba.

 

‑¡Mamá, quédate! ‑me gritaba ella.

 

Y yo mentía:

 

‑Las enfermeras se ponen nerviosas cuando estoy contigo.

 

Y los últimos días la dejaba sufrir sola... Pero tenía la esperanza de que ese suplicio no sería inútil.

 

Cuando me dijo, a media voz:

 

‑¡Mamá, creo que esta vez ya no podré soportar el tratamiento!

 

¿Miércoles, jueves? Y yo intenté reconfortarla. No la creí:

 

‑Claro, cariño, claro que lo soportarás, estoy segura. Ya verás... como las otras veces, las dos llegaremos juntas hasta el fin.

 

Entonces se puso a llorar:

 

‑¡Llora, amor mío, no retengas tus lágrimas, eso te hará bien!

 

Se abrió la puerta, entraron los médicos...

 

Cuando Jean Bernard la visitó el sábado por la noche, le suplicó que la dejaran un día tranquila. ¡No era posible!

 

¡Aquella cama, aquella habitación se habían convertido en una verdadera cámara de torturas! Sangre, suero día y noche, y durante la noche del sábado al domingo, temor de un colapso. Inyección cada media hora, diarreas, garganta hinchada.

 

‑Estoy cansada, déjenme dormir... ‑les decía cada vez que la pinchaban.

 

Pero la ronda continuaba y debía continuar. ¡Yo quería salvarla una vez más!

 

A la mañana siguiente, domingo, rendida después de una noche limpiándola, velándola, me pidió varias veces que le limpiara la lengua y el paladar cubierto de costras. Le pasaba un algodón mojado en agua, que ella chupaba como un bebé. Y al final, estaba tan cansada que le dije:

 

‑¡Déjame dormir un poco, cariño; estoy rendida!

 

‑¿Pero no te das cuento de que me duele? ¡Mira mi boca!

 

Volví a limpiarla; luego se encargó de ello la enfermera. Fue entonces cuando le oí decir el fin de una frase:

 

‑...¡dejadme en paz!

 

Y la enfermera le contestó:

 

‑¡No digas tonterías, Dominique

 

Más tarde, la enfermera nos confesó que le había preguntado ‑¿Me moriré?

 

Lo que me parece inverosímil. Ella dijo:

 

‑Voy a morir. ¡Dejadme en paz!

 

AL doctor D. o al doctor K. les dijo:

 

‑Sé que es el fin.

 

¡Pero a nosotros nada, nada, nada!

 

Los tres últimos días sufrió terriblemente. Sobre todo, el domingo, cuando tuvieron que atarla, porque con su mano derecha quería arrancarse la aguja clavada desde muchas horas en su brazo izquierdo. Se agitaba. Movía las piernas... quería levantarse..., erguía la cabeza..., quería bajar de la cama. Menos mal que por la noche la visitó K. y la tranquilizó. ¿Morfina? Desde ese momento dejó de moverse, de hablar  . . . y empezó el estado de coma sin que yo me diera cuenta.

 

Eran las diez y cuarto de la noche. Estaba a 40" y a 8/10. Suero sin cesar. Le ponían hielo en todas partes. Le pregunté a la enfermera:

 

‑¿Ha entrado en coma?

 

‑No, aún no.

 

¡Esa cobardía ante la verdad!

 

Mamá estaba a su lado. Yo salí un momento para fumar un pitillo en el corredor... y su respiración jadeante atravesaba los muros, y yo me decía:

 

‑Ese hálito ronco, penetrante, silbante, es aún mi hija, aún es felicidad.

 

Jadeó durante varias horas; yo le tomaba la mano derecha, la besaba, y la volvía a dejar en su cama.

 

Todos estábamos deshechos, hundidos. Hacia las ocho le dije a Clem:

 

‑Si le ocurre algo, quiero que vengo un rabino; también quiero que Derycke le haga una mascarilla y un vaciado de la mano.

 

Y esperábamos idiotizados, hundidos.

 

Mamá cuando llegó, a las tres de la tarde, me dijo:

 

‑¡Si ya no hay esperanzas, hay que llevársela! ¡No hay que dejarla en el hospital!

 

‑¡Desde el momento en que todavía la cuidan es que hay carta esperanza!

 

Tuvimos que esperar al doctor K. hasta las once y cuarto de la noche, en que hizo que le quitaran la aguja, y al que le pregunté:

 

‑Si la dejarnos aquí, ¿qué va a ocurrir?

 

‑La bajarán al depósito y sólo podrá verla de vez en cuando, a horas determinadas.

 

‑¿Qué nos aconseja usted?

 

‑Es una decisión que deben tornar ustedes inmediatamente. No pasará de esta noche. Les aconsejo que se la lleven en seguida a su casa.

 

Los tres a la vez, Clem, mamá y yo, dijimos:

 

‑Nos la llevamos.

 

Media hora más tarde estaba en casa. Y ocurrió algo raro. Mientras que en el hospital se había ahogado durante todo el día, y se ahogaba también en la ambulancia y en la camilla, tan pronto como llegó a su habitación y la metimos en su cama, dejó de jadear y la respiración se hizo casi normal. Se apagó en calma, sin dolor, dulcemente. ¡Estaba tan bella! Nadie se atrevía a tocarla por miedo a impedirle respirar. El doctor K., Clem, mamá, Alain y yo estábamos a su alrededor para recoger su último suspiro.

 

La respiración cada vez más lenta..., con paros cada vez más pronunciados...; un estertor de pajarillo..., una última bocanada de aire... y luego el silencio.

 

Clem le tomó su mano derecha en la suya y le cerró los ojos, murmurando una plegaria: el Shema Israel.

 

Luego todo cambió, se hizo bello, sereno. Cuando le cerraron los ojos unas perlas de sangre se deslizaron por el borde del párpado. ¡Y en su cama tenía una sonrisa tan joven, tan dulce, tan sosegada, que parecía decirnos que la muerte es maravillosa! Sin embargo, sus dientes estaban manchados de sangre coagulada..., pero esto no cambiaba nada.

 

Murió bella. Bella como a ella le gustaba, a los quince días del regreso de Carboneras..., todavía bronceada de sol, del verano.

 

 

 

17 de octubre de 1969

 

Soñé contigo, muñequita mía...; la primera vez que sueño contigo desde que estás muerta. Estábamos en el Hôspital des Enfant Malades. Te vi, parecida a las fotos que tengo en las estanterías de la biblioteca. Era el fin, el fin para ti, amor mío, pero un fin como yo hubiera deseado.

 

Todavía estabas consciente cuando yo te decía:

 

‑Se acabó, cariño. Volveremos a casa. Se acabaron los médicos, las enfermeras, los hospitales.

 

Eran las mismas palabras que te dije cuando dejamos la habitación del hospital. Estabas sentada en la camilla.  La última vez que hablé contigo, mi amor... ¿Me oíste?

 

En mi sueño, yo era feliz y tú también. Y añadía:

 

‑Estás curada, amor mío, nunca más volverás a sufrir... ¡Ya verás qué bonita será la vida!

 

Tú me mirabas con ternura. Seguramente tampoco te creías la mentira, pero también tú te sentías feliz de que aquella pesadilla acabara...

 

Nunca sabré cuándo entraste en coma. Nunca sabré a quién viste por última vez, qué voz oíste al fin.

 

Aquel domingo en que tanto sufriste, en que sin cesar te levantabas, movías las piernas, intentabas salir, huir de tu cama, no comprendimos que querías marcharte. Ya no podías hablar. Era el único modo que tenías de decirnos que te lleváramos lejos, lejos de aquella cama, de las transfusiones inútiles y dolorosas.

 

En Carboneras decías, los últimos días:

 

‑¡Mamá, qué bonita sería la vida sin médicos, sin hospitales, sin enfermeras!

 

‑¡No debería haber enfermedades!

 

‑Pero, querida, cuando uno enferma, ¡bien necesita médicos!

 

Y otro día:

 

‑Ya sé que tengo para años.

 

Dos días antes de marcharnos de Carboneras, una mañana:

 

‑Me moriré a los treinta años. Además, quiero morir joven.

 

¡Y jamás, jamás un grito de rebeldía contra su destino! ¡Jamás una queja! Se enfrentaba valerosamente con la enfermedad.

 

¡La echo tanto de menos! Se había convertido en mi doble, en mi otra mitad...: la impresión de estar cortada en dos. Una parte de mí misma está acostada, enterrada con ella, bajo tierra.

 

Esa voluntad de vivir, de seducir, de conquistar, de poseer: ¡la gloria, la belleza, la inteligencia que tenías! Mi hija... que se me fue demasiado pronto. ¡Cómo me haces sufrir ahora!

 

La celebridad: tu nombre en los periódicos, lo conseguiste, pero en una esquela mortuoria; en dos lugares distintos: Orleans y Túnez. ¡Tu muerte hizo más ruido que tu vida! ¡Flores, telegramas, cartas, cartas de pésame!

 

Se acabó, pequeña mía, adorada. Desde ahora, en el lugar de nuestra vida común, estarás tú, acostada bajo tierra, y yo, de pie, ante ti, a tus pies o ante tu cabeza, limpiando tu tumba, arreglando los ramos de flores, hablándote en silencio, y ahora que ya no estás, contándotelo todo.

 

Tú también tenías una necesidad absoluta de verdad, ¡y no pacte decírtela! Hasta el fin tuve que cultivar mi ilusión para mantener las tuyas. Estábamos tan cerca una de otra que a veces adivinabas mis pensamientos como me ocurría a veces a mí, contestar una pregunta que tú te hacías mentalmente.

 

‑Mamá, tienes suerte: tienes unas venas bonitas. Podrían darte muchas intravenosas. En cambio, yo, mira... ¡mis venas son tan pequeñas!

 

Me gustaría recordar todo lo que dijiste, todo lo que pensaste, todo lo que viviste, para dejarlo escrito para siempre ¡No quiero que desaparezcas, amor mío! ¡Quiero que sigas viva, radiante de belleza y de salud (aparente), llena de admiración, como tú fuiste!

 

 

 

3 de noviembre de 1969

 

Me desperté con esta idea: perdí a mi hija, y una profunda tristeza y dolor... como cada día. Luego me esforcé en dormir de nuevo. A cada despertar me espera el dolor. Cada noche me duermo pensando en ella. Y, sin embargo, no sueño con ella.

 

 

 

9 de febrero de 1970

 

El sábado 7 de febrero de 1970, la mano de mi hija*  ha vuelto a casa. Qué alegría, qué dulce emoción volverla a encontrar. La primera alegría que he tenido desde la muerte de Dominique. Ahora me hace compañía. Puedo mirarla, tocarla, acariciarla, tenerla conmigo. Más que las cartas, las fotos, los dibujos, es algo de ella: su mano, tal como estaba en el ataúd. Tal como la vi por última vez cuando la colocaron en la caja. Una preciosa mano que se parece a la mía, pero más fina, más larga, una mano atravesada por las innumerables inyecciones de la última semana de suplicio, una mano con los dedos mutilados por la pluma para los hemogramas cotidianos. Esa mano que me acarició, que escribió, que dibujó, que habló, que hizo, que vivió, que toco, está ahí, ahora inmovilizada, de bronce. Y es un dulce consuelo tenerla a mi lado, mía, para siempre. Ahora todo lo de ella se marchitará, envejecerá, se volverá amarillo: los vestidos, sus papeles, los libros. Su plano de bronce permanecerá siempre tan bella tan joven, tan fresca, modelada en yeso por Derycke a las seis de la madrugada.

 

 

 

París, 1.° de marzo de 1970

 

Anoche, desde la muerte de  Dominique, sentí una inmensa alegría: alegría que me dio cuando encontré, uno tras otro y leí durante una buena parte de la noche, sus Diarios.

 

Muñequita, así marcaste toda tu vida, tus últimos años. Los trazaste, y gracias a lo que escribiste, gracias a mis notas personales, tengo todo el material necesario para hacer un bonito libro sobre ti. Todavía no sé qué forma tendrá: Diario de Dominique, Diario de Mireille entrecruzados, más el tiempo presente y los comentarios. O la historia de tu vida, ilustrada con lo que escribiste. Me gustaría dar la imagen más exacta de ti.. Volverte a crear, darte de nuevo la vida. Esta tarde fui a tu tumba para darte las gracias por todo lo bueno, lo bonito, lo magnífico que escribiste de mí. Nuestro amor continúa, amor mío. La muerte no puede contra él por­que sigues viva en mí, más viva que nunca, incluso más presente que antes.

 

Antes... estabas fuera de mí, independiente de mí. Ahora estás en mí para siempre. Formas parte de mí: Tú eres yo. Estamos unidas para siempre.

 

 

 

15 al 16 de abril de 1970

 

Muñequita, soñé contigo. Estábamos en una gran sala llena de gente, en una cama de hospital, acostadas las dos. Estábamos cogidas de la mano. Yo te hablaba de un chico y te dije:

 

‑Murió como tú, de leucemia.

 

¡Y, sin embargo, estabas viva! ¡Y tampoco quería darte miedo! Tú no me dijiste nada. Me miraste nada más. Llevabas tu camisón blanco con lunares negros.

¿Por qué este deseo, esa necesidad de decirte la verdad sobre tu enfermedad, que no pude decirte? ¡Como para librarme de esa mentira que me vi obligada a mantener!

 

 

 

15 de mayo de 1970

 

Pronto acabé de pasar a máquina los escritos de mi hija. Me quedarán sus cartas algunas notas que recoger, clasificar y pasar. Su Diario se detiene con la gran crisis del verano tunecino. Luego escribió muy poco. No quiso escribir. ¡Guardó para sí su secreto, tan pesado de soportar! Desde Túnez, su letra se deformó, se trastornó. ¡Qué diferencia entre las hojas escritas en el Revard y las de un mes más tarde en La Marsa!

 

El Diario de Dominique me ha devuelto la vida. Es una lección de vida, cada palabra, cada sensación. Vivió poco mi hija, pero ¡con tanta intensidad! Sí, esta noche me ha vuelto a dar ánimos. Como si mi vida adquiriera un nuevo sentido. No tengo derecho a abandonarme a la desgracia, a sumergirme en la negrura absoluta cuando todavía debo vivir, sentir, y hacer alguna cosa de mí vida: un eco de  su vida, una prolongación de lo que ella es y fue. Ahora la poseo por entero. Mientras sea la única en conocer el Diario, la mantendré apretada dentro de mi, como cuando estaba en mi seno. Vivirás, amor mío, sobrevivirás gracias a lo que has escrito, y más allá de la muerte podrás llegar a otras personas, podrás consolarlas, podrás enseñarles a vivir mejor y a sufrir valerosamente, sin decir palabra, ¡un destino que quizá fue hermoso, aunque atroz!

 

¡Esta noche me siento revivir! Creo que ahora todo continuará como antes, cariño, como cuando estabas a mi lado, cuando me cuidabas, me querías. En tu Diario hay palabras de ternura, de amor por mí, que son y serán mi alegría por todo el tiempo que me queda de vida sin ti.

 

 

 

4 de junio de 1970

 

Acabé de leer mi Diario desde la enfermedad de Dominique. ¿Cuántas páginas podré aprovechar para incorporarlas al de Dominique? El Diario de mi hija es mucho mejor; explica lo que hacía, lo que pensaba. ¡En esa chiquilla de catorce a dieciséis años y medio había más sentido común, más lucidez, que en su madre de treinta y siete a cuarenta y un años! Supo comprender antes la vida, llegó más de prisa al fondo de las cosas y de las personas.

 

Me siento en paz, tranquila, sola contigo, mi amor. Para siempre.


10 de junio de 1970

 

 

¿Por qué no he fijado los momentos más críticos de la enfermedad  de Dominique? Mis esperas en el corredor o en el descansillo de la escalera, a cuatro pasos de su habitación donde le estaban  practicando una punción o un mielograma.

 

Entraba la enfermera o el médico, seguidos de su asistenta; la mesa, cargada de jeringas, de tubos, era trasladada al pie de su cama. Yo salía inmediatamente. Y empezaba la espera: diez minutos, un cuarto de hora. A veces, una enfermera salía corriendo de la habitación. Algo había ocurrido. Luego volvía con otro tubo. Sabía que mi hija sufría y no podía hacer nada por ella. No podía ni sufrir en su lugar ni saber cuánto sufría.

 

‑¡No puedes imaginarte el daño que me hacen, mamá!

 

Y apretaba su dedo entre mis senos, apretaba fuerte.

 

‑Mira, imagínate que te están clavando un clavo ahí. ¡Y otra vez! Eso, cuando no fallan la inyección.

 

Mi impotencia para ayudarla en esos momentos: momentos de temor que precedían a los exámenes, los momentos en que los sufría y en los que yo estaba detrás de su puerta, diciéndome:

 

‑¡Ojalá acierten a la primera! ¡Ojalá no le duela mucho!

 

Jamás la compadecí, ni en los momentos más críticos de su enfermedad. Jamás tuve piedad de ella. La amaba, simplemente. Sufría viéndola sufrir. Una sola regla: la absoluta necesidad del tratamiento, de soportar los reconocimientos.

 

Ella sacaba su fuerza de mí, pero yo, ¿no obtenía la mía de su valor tan simple, de su voluntad de no abandonarse, de mantener el control?

 

En diecisiete años cumplió todo el ciclo de una vida, aceleradamente. Conoció el dolor, el cambio físico, sufrió la pérdida de sus cabellos, vio cómo sus fuerzas morían día a día, incluso conoció la angustia de rozar la locura.

 

Muy pocas veces se sublevó contra sus tratamientos. Sí, una vez, subía la escalera de la calle de Sèvres, con su camisón de encajes azules y exclamó:

 

‑¡Ya estoy harta de estar siempre enferma! ¡Tú, papá, Alain, nunca estáis enfermos! ¡Sois libres de hacer lo que os dé la gana! ¿Por qué tengo que ser siempre yo?

Yo le contesté:

 

‑¿Si yo estuviera también enferma, cariño, quién te cuidaría?

 

‑¡ Pues yo!

 

 

 

11 de junio de 1970

 

Hoy hace nueve meses: el último día, la última noche de Dominique en casa. Por la mañana me llamó el doctor K. para decirme que el mielograma realizado por el doctor C. la víspera, había sido desfavorable.

 

‑Mañana la ingresan en el hospital. Como siempre, haremos lo imposible para salvarla.

 

Dominique estaba triste. Durante el día, llamé a Josane. Encontré a Marianne y le pedí que viniera porque Dominique estaba muy hundida, deshecha. Hacía buen día. Nos quedamos en el jardín, hasta bastante tarde. Fue la última vez que Dominique lo aprovechó.

 

Quiso bañarse. Subió con Marianne. Al ver que tardaban en bajar, me inquieté (todo eso Josane me lo recordó más tarde; yo lo había olvidado por completo). Bajó. Cenamos. Tuvo frío.

 

Yo la abrigué: calcetines, jersey, un chal, me parece. Temblaba.

 

Cuando se marchaban Josane y Marianne, llegó Clem. Seguramente fui a darle las buenas noches a su cama, como siempre, sin saber que era su última noche en casa.

 

Tenía miedo, naturalmente, como cada vez, pero también como todas, tenía esperanzas.

 

 

 

22 de septiembre de 1970

 

Hoy hace exactamente un año, día por día y hora por hora, que la agonía empezaba, amor mío. Tú estabas acostada en esa cama de la habitación 5 del Hôpital des Enfants Malades, adormecida desde las diez y cuarto por la inyección prescrita por el doctor K. Era Kippur. Me obligaron a comer para aguantar. Yo estaba huraña, destrozada. Esperaba sin decir nada, sin decirte nada. Y moriste sin una palabra, sin decirme nada.

 

 

 

11 de diciembre de 1970

 

Hace tres días que compongo el álbum de mis hijos. Las fotos han ocupado su lugar, y yo he podido recobrar una pequeña parte de las sensaciones de los días pasados, pero que, gracias a las fotos, permanecen. Clem no fotografió mucho a los niños. Es cierto que en aquel momento no podíamos ni imaginar que un niño fuese a morir, a desaparecer.

 

Día 12 de septiembre de 1956. Dominique reía, feliz, en Rocca di Papa. Le quedaban exactamente trece años y catorce días de vida. Trece años después, el 12 de septiembre de 1969, estuvimos en el Hôspital des Enfants Malades por última vez.

 

 

 

29 de enero de 1971

 

Cartas a una muerta: ¡Esas cartas me hacen bien, me unen a ti, muerta o sobreviviente, fría e inconsciente o radiante de luz!

 

 

 

7 de febrero de 1971

 

Me desperté al amanecer con esta pregunta en la cabeza: ‑¿Quién me devolverá mi hija?

 ‑Tú eres la única que puedes volverla a la vida.

 

 

 

 

Este libro se ha publicado por dos razones: primero, porque Dominique, autora del Diario, había lanzado este grito: : «¡No quiero que me olviden!», y luego porque los derechos de autor se destinan a la «Association Dominique Cacoub», 94 Rue de Sèvres, 75007, París, que lleva amistad y apoyo material a los leucémicos y a sus familias.



* Vaciado hecho el día de su muerte.

. 9. NO QUIERO QUE ME OLVIDEN