CAPÍTULO 3

 

 

 

Cuando Mireille leyó este Diario después de la muerte de su hija, descubrió que aquel inquietante desmayo no había sido más que una artimaña. ¿Cómo se le ocurrió a la niña? Eviden­temente, el subterfugio obedecía a la necesidad de dejar una vida escolar «normal» que era incapaz de aguantar.

 

Matriculada en el liceo de Vanves en los cursos por corres­pondencia, podrá al fin descansar, vivir a su propio ritmo, libe­rarse de sus angustias cotidianas. Pero al mismo tiempo per­derá la compañía de los chicos de su edad: cada vez más ale­jada, cada vez más solitaria, estará más que nunca inmersa en sus imaginaciones.

 

Además, ve de cerca el mundo de «las per­sonas mayores»: las observa, y las descubre, a veces con dolor.

 

Al regreso de sus vacaciones en Túnez, en el verano de 1968, su Diario permanecerá mudo por un tiempo. Con ese viaje concluye un periodo de su vida.

 

 

Miércoles 2 de enero

 

¡Creo que nunca lograré contar lo que ha ocurrido en estos últimos días!

 

¡Bueno, estaba en las Navidades e incluso más tarde!

 

El viernes, Josane vino a pasar la velada con nosotros. Se quedó a dormir. Mamá y ella vieron un programa de televisión que les interesaba, en la primera cadena. Yo, gracias a mi televisor portátil, vi Los Orgullosos, de Yves Allegret, con Michéle Morgan y Gérard Philippe. Me gustó. Los dos estaban bellísimos. Debe de ser formidable verse en una película.

 

Hacia las once y media de la noche acabaron las emisiones. Yo me quedé charlando con mamá y Josane. Como hablaban de literatura, le pregunté a Josane si había leído Una chica llamada Julien, de Milani. Es un libro asqueroso. El argumento: una obsesa sexual busca un placer que no logra encontrar. Al fin hace experiencias consigo misma con un pañuelo. ¡Es realmente asqueroso! Luego, después de haberse acostado con muchos chicos, mata a uno de ellos apuñalándole en su sexo. Mientras leía ese libro en la Biblioteca Municipal, se me helaba la sangre. Nunca un libro me había trastornado hasta ese punto. Josane estaba muy extrañada. Aunque yo tampoco esperaba que lo hubiera leído. Ella me preguntó por qué lo había leído y le dijo a mamá que era un libro infecto. Fue muy amable conmigo. Mamá no dijo nada. Josane declaró que el escritor era como su heroína cuando le pregunté: «Pero ¿el autor vivió realmente la historia?»

 

Le pregunté si este tipo de lecturas podrían desequilibrarme. Me contestó que no, a menos que me especializara en estos libros, cosa que dijo con toda ironía. Yo le hablé con franqueza, diciéndole que quería saberlo todo acerca del amor.

 

Todo acabó muy bien; ahora ya no tengo ganas de hacerme desvirgar por un chico cualquiera. ¡Además, ya no sé nada! ¡Últimamente cambio demasiado! De repente quiero casarme, luego permanecer soltera, más tarde: ¡vamp! ¡Es demasiado complicado!

 

Josane me dio las gracias por la confianza que le manifesté. Al día siguiente y aquella misma noche, Josane nos dijo a mí y a mamá que le había extrañado mucho mi franqueza. La quiero mucho.

 

 

 

París, 8 de enero de 1968

 

¡Demasiado vacío!

 

¡Mil besos para llenar la página!

 

Querida tata:

 

Espero que te encuentres bien en estos principios del magnifico año 1968. Digo magnifico y feliz, y es lo que espero, pues el 8 es mi número preferido.

 

Ayer volvieron Alain y papá. Papá me trajo tu regalo. La cajita o, mejor dicho, el cofrecito es maravilloso. Te doy un millón de gracias. Cuando esté vacío (cosa que no tardará en ocurrir), lo colocaré en mi tocador (cuando tenga uno)

 

Alain me dijo que pasasteis una agradable Noche Vieja. Mamá y yo fuimos a casa de los Guiramand. No estuvo mal. Te deseo (aunque tarde), ¡un feliz Año Nuevo!

 

No sé si sabías que ya no voy al colegio. Estoy matriculada en el liceo de Vanves y trabajo por correspondencia. Es una maravilla, pues me encanta trabajar sola y también puedo levantarme a las once de la mañana casi todos los días. Por la tarde, trabajo (¡cuántas repeticiones!). Es muy difícil.

 

El otro día, Lucette vino a París. Me regaló un vestido rojo precioso.

 

Papá me regalará un abrigo de piel de gato (ocelote, a poder ser) ¡Es maravilloso! ¡La vida es bella! Soy tan feliz que adoro a todo el mundo. Te quiero y te beso muy fuerte en tus bonitas mejillas. ¡Recuerdos a todo el mundo!

 

Dominique

 

 

 

9 de enero

 

 

En los últimos días se celebró el reveillón en casa de los Guiramand. No estuvo mal. Me hice coletas y me puse el vestido de muselina. Me había maquillado, una maravilla.

 

Unos días antes tuve una pesadilla. Soñé que papá moría en un accidente de automóvil. Una señora alemana venía a vivir con nosotros. Daba de comer muy bien a sus hijos, pero no a mí. Yo lloraba: me dirigí al corredor donde me encontré a mamá y le dije: «¿Tú también olvidaste a papá?», y estallé en sollozos.

 

Cuando me desperté, las lágrimas me bañaban el rostro.

 

Se lo conté a mamá. Me reconfortó diciéndome que eso predecía diez años de vida a la persona soñada.

 

¡Uf!

 

 

 

10 de enero. Quince años y medio

 

Ya estamos a 10 de enero. Desde que tengo este calendario del que cada día arranco una página, el tiempo pasa como un rayo. Es de locura. Soy muy feliz.

 

Acabo de comprar una máquina de fotografías instantáneas con los 10.000 francos (viejos) que me regaló Robert, el hermano de mamá. Estoy muy contenta porque podré fotografiarme con mis preciosos vestidos antes de volver al hospital. ¡Lunes! El fallo es que no haga fotos en color. La de color vale 40.000. ¡Lástima! ¡Bueno, siempre es mejor eso que nada! Papá me ha prometido traerme una de América. Yo le pregunté con inquietud cómica e intencionada cuándo iría a América. Él sonrió y me contestó: en marzo.

 

Desde hoy viene una chica durante una hora y media o dos a ayudarme en mi trabajo. Me ha explicado y hecho mi ejercicio de álgebra. Creo que me entiende. Es muy amable; la señorita Nivelon, como un buen profesor, apenas me ayuda.

 

Papá está en París. En la calle de Sèvres* ya han instalado la calefacción. Dentro de tres meses ya podremos vivir en la nueva casa. Tendré una habitación, un tocador y un cuarto de baño para mí sola...

 

Son las once de la noche. Tengo los ojos cansados. Voy a leer un poema de Apollinaire. Me gusta este poeta. Mamá me ha regalado unos libros estupendos. ¡Buenas noches!

 

 

 

Jueves 11 de enero de 1968

(Agenda)

 

Catorce horas: clase con la chica

Inglés, física

Dieciséis horas: Español

Costura

Diecisiete horas:

Cine

 

 

 

Lunes 15 de enero. Nueve horas

 

Esta mañana ingreso de nuevo en el hospital. No tengo miedo. Ya estoy acostumbrada. Acabo de recibir una carta de Serge. Siempre me llama de maneras muy bonitas en sus cartas. Soy feliz. Papá está en París. Ayer me llevó con Alain a un restaurante italiano del barrio Latino. Luego, como Alain tenía trabajo, papá y yo fuimos al cine a ver Benjamín, con Catherine Deneuve, Michel Piccoli, Michèle Morgan. ¡Teníamos que esperar una hora! Entramos en otro cine donde daban una película de Godard. Era horrible. Mucha sangre. Mala. Cruel. Horrible. ¡Salimos a los diez minutos! Week‑end!

 

Al fin vimos, siempre en la zona de los Campos Elíseos, Oscar, con Louis de Funès. Era divertida. Papá me ha regalado un póster enorme de Brigitte Bardot en una moto.

 

 

 


Carta de Serge a Dominique

 

Toulouse, sábado

 

Adorable Dominique, tu carta me llega fresca como el agua de una fuentecita. La encontré esperándome en mi casillero, hace unos momentos, en el teatro. Como todavía me queda tiempo antes de maquillarme, te escribo enseguida para que estas líneas te lleguen el lunes.

 

Con otros compañeros fuimos invitados a comer con los franciscanos, interesados en discutir con nosotros los problemas del actor. Esos buenos padres hicieron honor a su reputación de bons vivants y nos trataron espléndidamente, sin escatimar los vinos del país, que me esforcé en degustar con moderación a fin de evitar el contragolpe. De modo que con la mente clara y serena abordamos la discusión, en medio de una numerosa asistencia compuesta de jóvenes seminaristas o estudiantes católicos. Era bastante curioso y tenía cierto interés. Luego, acompañados por un cura joven, de paisano, fuimos a visitar ciertos barrios de la vieja Toulouse, de notable belleza. Debo reconocer que pasé una tarde muy agradable y relajante. De modo que, con bastante buen humor, abordo la representación de esta noche.

 

No querría fatigarte en tu primer día en este fastidioso hospital. Ya trataré de escribirte un poco más a menudo. Un beso muy fuerte, pajarito de las islas. Pienso en ti.

 

Serge

 

 

 

Hôpital des Enfants Malades

19 de enero de 1968

 

Querida mami:*

 

Te doy los buenos días o, mejor, las buenas noches, pues ya son las cinco de la tarde. Te escribo porque ya estoy harta. Perdona la mala caligrafía, pero el Cortancyl me cansa los dedos. Te escribo porque necesito desahogarme. No sé si te enviaré esta carta, pero te imagino perfectamente leyéndola.

 

Bueno, estoy harta; hace ya cuatro días que me dicen que me van a hacer una punción lumbar, desde el martes; esta mañana aún la estaba esperando. ¿Por qué? Porque el doctor D. da clases a sus alumnos. Estoy cansada; quisiera volver a casa. Aquí, mamá, papá, todos son muy amables, pero tengo la impresión de que, a este paso, dentro de dos semanas continuaré aquí. Tengo también la impresión de que aquí todo el mundo se toma mi cura muy a la ligera. Alain, papá y mamá saben que soy valiente y ¡ya está! Ni siquiera tú ni Tati venís a París a verme.

 

Quisiera marcharme de esta habitación del hospital.

 

No voy a enviar esta carta. ¡Estoy segura!

 

 

 

Sábado 27 de enero de 1968

 

¡Ya está! Desde el jueves estoy en casa. Estoy muy contenta, pues esta vez me hizo mucho daño la segunda punción lumbar. La primera vez (me dieron dos) la aguja tropezó con un nervio y una corriente eléctrica me recorrió todo el cuerpo.

 

La segunda vez, en el lugar donde el doctor hubiera podido pinchar fácilmente, era imposible introducir del todo la aguja. Lo intentó dos veces. Realmente fue muy doloroso. Por fin s e acabó, y ahora estoy en casa. Me siento muy cansada y tengo hambre todo el día. Es el Cortancyl.

 

Papá está en Túnez. Volverá mañana o pasado. Le echo de menos. Sólo pudo estar en París la primera semana de mi tratamiento. La culpa es mía, pues quise ingresar una semana más tarde. ¡Papá ya había combinado todas sus citas!

 

El jueves vi por TV un programa sobre la actriz María Casares. La filmaban durante los ensayos. Encuentro a esta mujer maravillosa. Hizo una carrera magnífica. Por una parte, el cine y, por la otra, el teatro. Creo que debe ser formidable conocer a una mujer así. Creo que es una de las mejores actrices. ¡Tiene tanta fuerza! ¡Y es guapa!

 

Ese programa me interesó muchísimo y pienso, emocionada, que un día no muy lejano, espero, seré yo la entrevistada, la admirada. ¡Estoy tan cansada que no tengo fuerzas ni para escribir!

 

 

 

Carta de Serge a Dominique

Toulouse, lunes

 

Buenos días, «pequeña Dominique» Esta mañana, apenas me levanté, pensé en ti, en tu valentía sencilla de niña, en tu buen humor ligero y sin caprichos, y ahí me tienes empezando un día, emocionado, rabiando por no poder ir a darte dos grandes besos en las mejillas. ¿Y qué? ¡Peor para mí, haré ver que sí! ¡Ya está!

 

Hace un sol radiante y los ladrillos rosados de la ciudad se vuelven rojos, como si el calor leve de este día de primavera influyera en su color. Después de una neblina, preciosa, que esta mañana inundaba la ciudad, el tiempo ha mejorado. Con los compañeros habíamos pensado en ir a Saulat, pero la niebla nos había desanimado. De todas formas, creo que nos decidiremos a dar una vuelta por las afueras de la ciudad; el tiempo nos sobra, pues hoy es nuestro día de descanso. Mañana sabré si me quedo dos meses en Toulouse o si vuelvo a París a fines de mes. El martes haremos la lectura del Perro del General y, según el papel que me toque, me quedaré o volveré a París. Dile a tu mamá que su obra está desde ayer en manos de Maurice Sarrazin, y que creo que el miércoles me dirá algo. Ahora me despido de ti para que estas líneas te lleguen cuanto antes.

Dales muchos recuerdos a tus padres y a Alain.

Un fuerte abrazo. Pienso en ti.

 

Serge

 

 

 

Viernes 2 de febrero

 

Decididamente tengo que comprarme una libreta bonita. Estoy en mi cama. Son las cuatro de la tarde. Todavía me duele la cabeza. Es desagradable. No puedo trabajar. Esta noche soñé una cosa divertida.

 

Estaba con unas chicas: Martine Bourat y Sylvie Rosenfeld. Yo me enfadaba con ellas porque se desvestían delante de los chicos. Para molestarme, me escondían el abrigo (el verde con cuadros amarillos) Al fin, a fuerza de buscar y rebuscar, lo encontraba. Visitamos casas cuyos propietarios lo habían abandonado todo. Judíos. Esto ocurría en Túnez. Había habitaciones maravillosas. Un espléndido escritorio cincelado de oro. Lo abríamos todo. Pero ya alguien había rebuscado. Encontrábamos faldas, vestidos a la moda de 1900. Sylvie se probaba un vestido violeta. De un tiempo a esta parte me gusta mucho el violeta pálido. Nos decidimos a marchar, pero al final yo descubría un teatro. Martine y Sylvie ya no estaban. A mi lado, mamá y Alain. Alain, que de vez en cuando cambiaba de rostro. Descripción del teatro: al aire libre. Gradas de madera; barra de hierro para poder sujetarse. Todo era como el último piso de un teatro. Como el gallinero, donde las localidades son más baratas.

 

En cuanto al escenario, estaba a punto de desmoronarse. Sólo se aguantaban las primeras tablas. No me atrevía a andar sobre las otras por miedo a que me hicieran caer. *

 

Entonces empezaba a recitar Noche renana de Guillaume Apollinaire. Me encanta ese poema. Además, como tampoco he aprendido bastantes textos, no sabía cuál decir. Pues bien, en mi sueño recité el poema de maravilla. Verdaderamente grité: «... En pie, cantad más alto mientras bailáis una ronda...»

 

Era maravilloso. Y yo quería gritar aún más fuerte, pero se me rompía la voz. Insistía. No podía más, pero me sentía bien en esa escena. Alain estaba a mi lado. Él también declamaba, aunque muy poco y más bajito.

 

Verdaderamente sentí la escena bajo mis pies; estaba bien. Era maravilloso.

 

Mamá es de una amabilidad sublime conmigo. La adoro.

 

Alain está en su habitación. Duerme. Padece una ligera gripe.

 

Nos entendemos muy bien desde que vive en la calle de Sèvres*.

 

¿Quizá porque nos vemos mucho menos? De todas formas, cuando nos vemos, está encantador conmigo. Me divierte porque me besa la mano. Dice que tiene una forma especial de besar. Sopla suavemente y luego besa. Está muy orgulloso.

 

Se afeitó la barba. Encuentro que cada día está más guapo. Le quiero. No reñimos desde hace por lo menos un mes. ¡Es formidable!

 

Papá está en Túnez. Le echo de menos. Le quiero, lo encuentro guapo. Hace todo lo que yo deseo. Quería vender la casa de Carboneras. Pero, por mí, esperará hasta que yo la vea. No la podré ver hasta dentro de un año, pero es muy amable. Cada vez me trae esos botellines que regalan en los viajes. Son incómodos de llevar y ocupan espacio. También me trae los libros de Serge. A mamá y a mí nos ha traído vestidos de casa. El mío es largo, azul marino, ribeteado y bordado con hilo de oro. Es una maravilla. Vale 30.000 francos (¡viejos!) en una tienda de artesanía. En resumen, busca todas las maneras de hacerme feliz.

 

Soy feliz.

 

Ya dije que estudiaba en el liceo de Vanves, por correspondencia. Me encanta trabajar sola.

 

Todas las mañanas me levanto hacia las diez o las once. Trabajo por la tarde. Por la noche, veo la «tele».

 

Leo. Lo malo es que he leído mucho y mal. De modo que releo. De momento, L'Assommoir, de Émile Zola. Me gusta mucho este escritor. Encuentro que sus libros son horriblemente realistas, pero es apasionante. Antes leía por el argumento. Ahora dispongo de todo el tiempo. De modo que no me salto ninguna descripción.

 

Hace un momento decía que lo había leído todo. ¡No! ¡No! Todavía me queda mucho: Balzac, Aragon, Mauriac.

 

Leí un poco de cada uno, pero seguramente no los aprecié.

 

Estas son mis últimas lecturas de este mes:

 

‑ Thérèse Desqueyrieux (no sé cómo se escribe ¡y me da pereza levantarme!), de Mauriac.

 

‑ Aurélien, de Aragon: me gustó, pero tengo que volverlo a leer, pues lo leí demasiado deprisa.

 

‑ Una mujer libre ‑ Un hombre como los demás. Teatro. Armand Salacrou. Me gustó mucho.

 

‑ Alcohol, de Apollinaire. ¡Adorable!

 

Releído: Romeo y Julieta. Shakespeare. ¡Sublime! Tengo alma de Julieta. ¡Qué maravilla de personaje para interpretar!

 

Dos «Slaugther»: En el hospital lo necesito ‑Angélique Belle Catherine. Eso me hace olvidar.

 

También leí en el hospital: Dominique Vernet. Barbier (Las gentes de Mogador). ¡Pasé un buen rato, pero es un libro que no volveré a leer!

 

Oh, mi querido desconocido (y otro). Sacha Guitry.

 

No me gustó nada. Lo sé, blasfemia. ¡De acuerdo! ¡Quizá, interpretadas por él, sus obras tenían sentido! De todas formas, no reí ni una sola vez. ¿Quizá di con una mala?

 

Es divertido, pero todo el mundo tiene tendencia a creer que me aburro sola en mi rincón. ¡Es falso! ¡Estoy estupendamente bien! ¡Me siento libre! Simplemente, siento no tener una amiga con la que poder salir una vez a la semana. ¡No es nada divertido ir al cine sola!

 

No lamento no conocer chicos. No me interesan. Voy a decir una cosa abominable, pero prefiero los hombres; los hombres me miran, me admiran, me respetan. En fin, que me siento bien con ellos, me siento fuerte. Con los chicos de dieciocho años ocurre lo contrario. Me siento tímida. No les intereso. Hay que decir que soy algo fría. No sé por qué, pero nunca me sacan a bailar. No hacen lo mismo con las otras chicas; conmigo se mantienen a cierta distancia. ¿Es por respeto? No lo sé. De todas formas, no me gustan ni tampoco busco su compañía.

 

Quizá me equivoque, pero con Serge, Philippe y Paul estoy bien porque me siento cómoda, y les conozco. No hay el menor peligro. ¡Y, además, no es admiración lo que sienten por mí! Me quieren, me encuentran guapa y soy la hija de Mireille.

 

Creía ser una privilegiada, pero ¡no! Y soy una coquetuela.

 

¡Qué difícil es analizarse!

 

¡En cualquier caso, todos me encuentran guapa! ¡Es muy agradable!

 

Por hoy he acabado de hablar de mi pequeña persona.

 

 

 

Sábado 3 de febrero

 

 

Es idiota lo que dije ayer. Si los chicos de veinte años no hablan conmigo, es porque no les intereso. ¡Sólo tengo quince años!

 

 

 

Lunes 5 de febrero

 

Estos son los autores que debo leer:

 

Gorki, Hugo, Aragon, Claudel.

 

Tengo que descubrir muchas cosas.

 

Acabé de releer: L'Assommoir. Me ha gustado mucho. Considero que Zola es un gran moralista y realista. Describe con mucha seguridad la decadencia de una familia. Es un libro fácil de leer y considero que debería leerlo mucha gente. Cuando acabé L'Assommoir, estaba asqueada del alcohol. Además, afea. Detesto el vino tinto. Lo encuentro vulgar. Me gustan el oporto y el martini, de vez en cuando, y de ahí no paso.

 

Cuando leía: Un certain sourire; Dans un mois, dans un an, de Françoise Sagan, me decía: «Cuando sea mayor, me emborracharé, beberé whisky tras whisky como la protagonista». Me parecía bien. Tenía ganas de estar desequilibrada. Ahora se acabó. No me gustan las personas que beben.

 

Leo y releo: On ne badine pas avec l'amour de Alfred de Musset.

 

Es una obra muy buena. Y no ha perdido actualidad. El papel de Camine es divino. Me imagino a Gérard Philippe como pareja. Tenemos una cinta magnetofónica en la que desempeña el papel de Perdican.

 

Me gustaría tener un amigo apasionado por el teatro. Pero no conozco a nadie. Es estúpido.

 

Me estoy haciendo una pequeña biblioteca únicamente de teatro. Tengo a Moliére, a Marivaux, Racine, Musset, etc.

 

Cada día me gusta más el teatro.

 

Tengo la impresión de que soy una noctívaga. Me gusta la noche. Me gusta salir de noche. No para asistir a veladas. Incluso para pasear. Si hago teatro, seré mimada. Allí la vida empieza a las nueve. Y acaba hacia las cuatro de la madrugada.

 

No creo que tuviera miedo. Lo que me impresiona son las luces. ¡No quisiera que me cegaran! Pero parece que uno se acostumbra.

 

Inmediatamente voy a comprarme otro cuaderno.

 

 

 

París, 7 de febrero de 1968

 

Querida señora:*

 

Le ruego que me excuse por no haberle contestado antes. Pero salgo del hospital y a menudo me asaltan unos dolores de cabeza que me impiden escribir.

 

Me enteré por una amiga que no se encontraba muy bien de salud. Espero que se haya recuperado y que no fuera más que una falsa alarma.

 

Estamos a 7 de febrero. Hace ya un mes que trabajo por correspondencia. Todavía no he recibido los resultados de la serie que envié. Son necesarias cinco semanas para recibir las correcciones. Estos días, en el hospital, me han retrasado mucho el trabajo y el nivel es muy alto. Pero me gusta mucho esta manera de trabajar.

 

Mamá temía que me aburriera sola en casa. Pero no, estoy muy bien. En mis ratos de ocio, leo.

 

Tengo un magnetófono con el que me entretengo mucho. Grabo y corrijo un poco mi dicción y mi voz.

 

Tenemos toda una cinta de Gérard Philippe. Lo encuentro maravilloso. En On ne badine pas avec l'amour, una palabra que leída es como cualquier otra, adquiere de inmediato otro sentido dicha por Gérard Philippe. La muerte es injusta.

 

¿Vio por el segundo canal el programa sobre María Casares?

 

Creo que esta mujer es una de las mejores actrices. Hizo una carrera extraordinaria (que todavía no ha concluido), tanto en el cine como en el teatro. Por sus películas, como Gérard Philippe, pasará a la posteridad.

 

Actualmente leo las Memorias de Alejandro Dumas. ¡Es divino! ¡Lo encuentro muy simpático! Aprendo muchas cosas. La vida de Byron, de Talma, de Mlle. Georges, de Napoleón. Es muy interesante.

 

Como me aconsejó usted, leo a Victor Hugo. Escogí Nuestra Señora de París. Tengo que confesar que recibí otra sorpresa. No es tan aburrido como pensaba. ¡Al contrario! Es curioso porque ya tuve otra sorpresa con su teatro.

 

¿Qué más puedo decirle? Estoy acostada en mi cama y afuera llueve. Me doy cuenta de que le he hablado mucho de mí. Sería muy feliz de recibir noticias suyas. Espero que no se olvide de una alumna que vio muy pocas veces.

Le dejo con mis más afectuosos saludos.

 

Dominique Cacoub

 

 

 

París, 7 de febrero de 1968

 

 

Mi querida Balkis:*

 

Debes estar muy enfadada conmigo porque no contesté enseguida tu carta. ¡Perdóname!

 

Salgo del hospital y tengo unos violentos dolores de cabeza a consecuencia de la última punción lumbar (en la espalda).

 

Te diré que en estos instantes estoy medio acostada y trato de escribir bien. ¡No es una posición muy cómoda! Pero es la única forma de que pueda desaparecer el dolor de cabeza.

 

¿Qué hay de nuevo? Leí en el periódico que Daniel Gelin y Jacqueline Danno actuarán en el Teatro Municipal. Espero que el periódico que leí no sea demasiado atrasado. ¡En casa los hay por todas partes, hasta en el lavabo!

 

De todos modos ve a ver: La P... (¡perdón!) respetuosa. Está muy bien.

 

El otro día, por la televisión, dieron una película de Gary Cooper y Katherine Hepburn: Ariane. Era la historia de una muchacha, de una ingenua, que se enamora de un gran seductor. Era muy divertida. ¡Naturalmente, al final consigue casarse con ese hombre enemigo del matrimonio!

 

Mi tío Émile acaba de enviarme un montón de discos: ‑ Bonnie and Clyde. B. B. y S. Gainsbourg.

 

‑ If I were a rich man (te lo aconsejo. Roger Whittarer). ‑ Mi mejor historia de amor. Bárbara.

 

‑ Un LP de Serge Reggiani.

Estoy muy contenta. Me gusta mucho Serge Reggiani.

 

Tengo mucho trabajo atrasado. Llevo cuatro semanas de retraso. Sobre todo estoy floja en «mates». ¿Y tú?

 

¿Has leído On ne badirte pas avec l'amour de Alfred de Musset? Es una obra magnífica. Vimos por la segunda cadena un programa dedicado a María Casares. Es una gran actriz. ¡Cuánto me gustaría hacer una carrera como la suya!

 

Aquí hace un tiempo espantoso. Llueve sin cesar. El cielo es gris. Es horrible.

 

Por Pascua iré a Túnez. Seguramente viviremos en la casa de La Marsa.

 

Cuando me duele la cabeza, pienso en el mar de Túnez, de un azul tan puro, maravilloso.

 

Hablo, hablo y ni siquiera te pregunto cómo estás. ¿Cómo está tu madre? Dale recuerdos de mi parte, así como a tu hermano y hermana. Bueno, no me queda más que despedirme con un abrazo muy fuerte.

 

Dominique


¡Escríbeme tú también una larga carta! Hasta pronto. Tu amiga que piensa en ti. Dominique Cacoub.

 

 

 

Quince años y medio.

 

Empiezo un nuevo Diario. La otra libreta ya no podía mirarse. Me siento temblorosa y no me atrevo a escribir en esas páginas blancas. Me pregunto con perplejidad lo que pensaré al leer estas líneas cuando tenga veinte, treinta, cuarenta años. Es una forma como cualquier otra de retener la vida.

 

No tengo miedo a la vejez. Por supuesto, que me gustaría estar y envejecer tan bien como mami, pero encuentro que hay viejos muy guapos. Sobre todo los hombres. Por la calle pasan algunos muy distinguidos con su pelo blanco, sus rasgos marcados, su abrigo bien cepillado.

 

Para las mujeres es más duro envejecer. No me gustaría envejecer y morir en la miseria. Pienso con tristeza en esos pobres viejos que recogen las legumbres que los tenderos tiran en los mercados. Siento piedad. Pienso que un día fueron jóvenes, guapos, y que ahora están solos, sin familia, condenados a morir solos.

 

Por eso más tarde ahorraré. Además, ya empiezo a acostumbrarme. De la asignación que me da papá (3.000 francos), siempre guardo 1.000 o 2.000. Incluso cuando tengo ganas, no los toco. Es también dinero de los regalos. Y me gusta saber que tengo 10.000 en casa de mamá.

 

A veces, mamá me los pide a fines de mes, cuando ya no le queda dinero. Entonces me siento orgullosa. Mamá ha necesitado de mi dinero.

 

Me gusta ser útil. Esto satisface mi amor propio y luego me siento muy bien.

 

Estoy contenta de escribir un Diario. Me tranquiliza. Ahora estoy sola en casa, acodada en una mesa, y escribo.

 

Cuando hago tonterías, es agradable tener alguien, un amigo, a quien podérselo contar todo.

 

Las hojas de una libreta no traicionan.

 

Tengo ganas de volver a hablar de chicos.

 

Más adelante me vengaré de los amigos de Alex. Sobre todo de Guido. Es un chico guapo, simpático, rubio, muy bronceado, con un mechón rebelde en la frente, alto; estoy un poco enamorada. ¡Claro que lo disimulo!

 

¡Así que no les intereso! ¡Soy demasiado joven para ellos! Les cito dentro de dos años.

 

Lo malo es que ingresaré en el hospital inmediatamente antes de las vacaciones de verano. Luego, mamá y yo pasaremos un mes en el Revard de Saboya. Pero cada vez que voy a Túnez estoy algo gorda. De todas formas, procuraré que no me pase.

 

Ahora adelgazo con más facilidad. No he probado ni una miga de pan desde hace tres semanas y tengo la intención de continuar.

 

Desde hoy dejaré de comer bizcochos y chocolate.

 

Peor para mi glotonería. Quiero adelgazar rápidamente. ¡En este instante acabo de tomar esta decisión! ¡Decididamente, escribir mis pensamientos me sugiere muy buenas ideas!

 

Me duele mucho la cabeza. Son las consecuencias de la punción lumbar. Es muy incómodo tener dolor constantemente. No ceso de tomar Veganina.

 

Acabo de recibir la serie 16. Es difícil trabajar sola y se necesita mucha voluntad. La tengo. No es que sea perezosa, pero no consigo ponerme al día.

 

Dejo de escribir porque verdaderamente me encuentro muy mal.

 

 

 

Jueves 8 de febrero

 

Estoy cansada y tengo muchos problemas con mi trabajo.

 

En el momento en que me pongo a trabajar, empieza el dolorde cabeza y debo parar. También siento un poco de pereza.

 

Llevo un retraso enorme y cada vez que empiezo a estudiar me siento desbordada.

 

Es muy duro. Pasado mañana no podré enviar la serie 16. Es demasiado difícil y no tendré tiempo de hacer todos los deberes.

 

En el mes de febrero, siempre hay una semana de vacaciones. Muy bien. En esos días intentaré ponerme al corriente. Espero que por la tarde no darán películas por la televisión, si no, estoy perdida. Me conozco.

 

Mamá es muy comprensiva. El otro día me dijo: «No quiero que te fuerces. Si necesitas dos años para hacer el tercero, estarás dos años.

 

A mí no me gustaría perder otro año. Ya me molesta decir que estoy en tercero, pues aparento más años de los que tengo. Luego si me atraso otro... ¡No! A partir de la próxima semana reanudaré el trabajo.

 

Estoy muy contenta porque adelgazo. Con el Cortancyl me había hinchado mucho.

 

Por otra parte el doctor K. estaba muy extrañado. Me preguntó si había hecho trampas. Dije que no y era sí. ¡Salvo, quizá, con las dos últimas pastillas!

 

Lo que me ha deshinchado tan aprisa ha sido el no comer pan, ni tan sólo sin sal. Entre las comidas no tomo nada, sólo una naranja o una manzana. Pero eso no engorda.

 

Durante unos días estaba espantosa. Tenía muchos complejos.

 

Ahora ya pasó.

 

Me peino con una trenza al lado. Pero me haré cortar el pelo a lo Mireille Darc. Estoy harta de las melenas. Tengo ganas de cambiar de cara. Más tarde, ya los dejaré crecer, si es que me interesa.

 

De momento, releo Nana, de Zola. Empecé Ganando mi pan, de Gorki, así como Nuestra Señora de París, de Victor Hugo.

 

Estoy negra porque los días que Serge pasó en París estaba muy gorda. Es estúpido, cuando piense en mí, me imaginará tal como me vio la última vez. Quiero mucho a Serge. Es simpático y me gusta su voz, siempre tan dulce y grave. Nunca habla fuerte. También me gusta la voz de Philippe, que es grave y baja.

 

Mi tío Émile me ha enviado discos, los que yo le había pedido. Entre otros, está el primer LP de Serge Reggiani. Me gusta mucho su voz. Le pedí a mamá que me llevara a «Bobino» donde canta.

 

Tengo ganas de ver Benjamín o las memorias de un doncel. Todos los que han visto esta película han salido encantados. Tiene muy buena crítica. La interpretan Michel Piccoli, René Clémenti, Michéle Morgan, Catherine Deneuve, Anna Gaél. ¡Qué cuadro de actores!

 

 

Vuelve la moda de los cinturones. ¡Miseria! No tengo el talle lo bastante fino para permitirme cinturones. Realmente, hay momentos en que la moda es muy incómoda. Y si una no la sigue, se acabó, pareces vieja y... ¡qué no estás a la moda, vaya!

 

En la mano izquierda llevo el solitario que Saadia me regaló cuando cumplí catorce años. Es maravilloso y el diamante centellea con la luz.

 

Creo que es cierto, pues hay una luz violenta en la habitación y, torciendo los ojos, obtengo dos diamantes, en el segundo se refleja la lámpara y el pequeño redondel se convierte en un espejo.

 

A fuerza de escribir me duelen los riñones. Abandono con tristeza este bonito cuaderno con las tapas de color turquesa. El turquesa es uno de mis colores preferidos.

 

 

 

Viernes 9 de febrero de 1968

 

Estoy en cama. Son las once y media de la noche. Acabo de arreglarme. Estoy bien. Me siento limpia, fresca, muy guapa, con mi trenza al lado, culminada con una formidable cinta de terciopelo rojo. Huelo bien.

 

Hoy, hacia las cinco, vino Philippe. Me lo encontré en la escalera. Tenía el presentimiento de que le encontraría. Entonces me vestí, para ir a buscar unas pinzas para depilar y agua de rosas. Me puse agua de toilette de Dior, en las mejillas. Al besarme, Philippe exclamó:

 

‑¡Hum! ¡Qué bien hueles!

 

‑¡Sí! ‑y me eché a reír.

 

Vi que traía una caja, que seguramente contenía pasteles.

 

‑¡Oh! ¡Eres muy amable!

 

‑¿Vuelves?

 

‑¡Claro! ¡Voy a buscar una cosa!

 

Cuando volví a casa, se había instalado. Llevaba el vestido que papá me trajo del Canadá.

 

Quiero mucho a Philippe. Él también me quiere. Llevaba la cartera que yo le presté. Me ha dicho delante de mamá: «Con ella pienso en ti todos los días. ¿No la necesitas?»

 

‑No. ¡Ya puedes quedártela!

 

Esta última frase, la dije unos instantes más tarde. En efecto, mamá telefoneaba para invitar a sus amigos a ver la obra que Philippe ha dirigido junto con Daniel Emilfork. Estábamos solos.

 

‑Me gusta llevar esta cartera‑ me dijo.

 

Me miró largo rato a los ojos. A veces intercambiamos miradas cómplices, burlonas, que se observan mutuamente. Sonreímos a menudo.

 

Me eché a reír. Creo que me sonrojé un poco.

 

‑¡No es muy romántico!

 

Esta frase se me escapó involuntariamente. Esta frase que dejaba entrever los sentimientos que quizá Philippe alberga hacia mí.

 

Enseguida cambié de conversación, molesta, pues él... miraba intensamente.

 

‑Mira, cada noche leo: On ne badine pas aves l'amour. ¡Es una maravilla y totalmente moderno!

 

‑¡Sí! A mí me encanta Musset. Sus obras son muy actuales.

 

‑Son muy modernas ‑proseguí yo‑. Mira, cuando Camile pregunta con esa crudeza a Perdican, es muy moderno. Por otra parte, hoy día las chicas tienden a hablar en ese tono a los chicos. ¡Salvo quizás el convento! ¡Pero las preguntas que hace Camile!

 

Philippe estaba de acuerdo conmigo. Y unos instantes después, le he preguntado:

 

‑¿A ti te choca que una chica diga mierda?

 

‑¡No, si así lo piensa! No veo por qué una chica no puede decir lo que piensa. Sobre todo cuando los chicos lo dicen. ¡Yo soy partidario de la igualdad entre chicos y chicas! Por supuesto, que en un salón...

 

Yo continué la frase. Tenía ganas de hablar de la sexualidad, pero entró mamá.

 

Tomamos el té y comimos las pastas.

 

Cuando Philippe nos dijo que tenía que ir a comprar algo, pero que volvería para comer, yo le dije a mamá que tenía ganas de pasear un poco por la calle. Quería salir al mismo tiempo que Philippe. Al principio, él dudaba. Eran las seis. Tenía que ir hasta el Palais Royal. Tenía miedo de que ya estuviese cerrado. Confieso que deseaba que él renunciara a ir.

 

Entonces sugirió que le acompañara a buscar sus mecheros. Yo acepté. Mamá me preguntó si tenía dolor de cabeza. Yo le contesté que no, pero en realidad me tomé una Veganina para calmar la leve migraña que me molestaba.

 

Tomamos un taxi y Philippe se puso a charlar con el taxista. ¿Qué es lo que yo quería? Tenía ganas de que me besara o de que me cogiera la mano o que me dijera que me quería. ¡Pequeña idiota! Jamás se arriesgará. Me pregunto lo que yo diría si me besara. Yo no estaba contenta porque él no dejaba de charlar con el condenado taxista. Entonces, me puse a mirar los escaparates.

 

Cuando bajamos del coche, ni tan sólo me ayudó a salir. ¡De acuerdo en lo de la igualdad hombre y mujer, pero de todos modos! ¡La cortesía! Ya estaba casi en la puerta del almacén.

 

En los almacenes, él se ocupaba de sus asuntos. Mientras me paseaba, me vi en un espejo; la luz de la tienda no me favorecía, sino todo lo contrario. Estaba muy enfadada. Tenía la impresión de que todo el mundo (y sobre todo Philippe) veía las espinillas negras en mi nariz. Me acerqué a una especie de canasta llena de cajas de cerillas; encima, proverbios. Hubo un proverbio que me interesó en especial: «Dios creó a la mujer para domesticar al hombre». Compré la caja.

 

Para distraerme, cité la frase a Philippe. Cuando dejé de hablar, riendo, levantó la cabeza y replicó:

 

‑ Perdón, no te oí. ¿Qué decías?

 

‑¡Nada! ¡Ya te lo diré luego!

 

En realidad, estaba contrariada. La cosa iba de mal en peor.

 

Nos quedamos todavía veinte minutos. Antes de salir, compró dos cajas de cerillas y me pagó una. En la calle, mientras buscaba un taxi, le dije:

 

‑Tengo ganas de pasear. ¿Y si diéramos un paseo?

 

Puso una cara de circunstancias:

 

‑No, de verdad, no puedo, Dominique. Tengo que volver a casa. Tengo mucho que hacer.

 

Esto ya era la patada final. No me gustaría ser vulgar, pero me parece que es la expresión adecuada. No era muy amable Philippe, pues sabía que yo tenía ganas de pasear. ¡Y no es ningún paseo esto de salir de un taxi para meterse en otra:' No dije nada o, mejor, sí:

 

‑¿Ah, bueno? ¡Es igual!

 

Decididamente, soy una niña buena. Incluso fui yo la que encontré el taxi.

 

Al volver, otra vez charla con el taxista. Me dijo que le gustaba mucho hablar con los taxistas.

 

Quería comprar tabaco, pero como el taxi nos dejó más allá del estanco, dijo que era igual. Yo creía que pasearíamos un poco.

 

En casa estuvo encantador. Quiero decir que no hay nada que objetar. Me sonrió varias veces durante la cena. Pero antes, estuvo tres cuartos de hora sin enterarse de que yo existía. ¡El señor hacía sus cuentas!

 

Se marchó a las nueve y cuarto. Es curioso, pero hablo como una mujer enamorada. No, no estoy enamorada, pero creo que soy muy posesiva. Además, quiero y me gusta que se ocupen de mí. Aunque no sea la única. ¡La prueba es que no estoy celosa de mamá!

 

Son las doce y media. Tengo que dormir. Mañana me levantaré a las ocho porque papá se marcha a Grenoble y quiero estar despierta para prepararle sus tostadas con mantequilla, hablar un poco y pedirle la asignación semanal.

 

Estaba muy enfadada con Philippe (¡por supuesto, que lo disimulé!), pues cuando le dije que mi caja de cerillas estaba algo rota, me contestó: «¡Sí, es una lástima!», pero no se le ocurrió cambiármela por la suya.

 

 

 

Sábado 10 de febrero de 1968

 

(agenda)

Enviar la serie 16

 

 

 

20 de febrero de 1968

 

Esta semana escuché los siguientes discos clásicos: entre paréntesis, las caras que más me gustaron:

 

Beethoven: Sinfonía en re menor (cara2), n.º 9                                Sinfonía en re menor (cara 2), n .o 9 en

              Sinfonía n.º 5 (cara 1)

              Sinfonía n.º 3 (cara 2).

 

La música clásica, ¡qué maravilla! Siento una alegría intensa, en mi sillón, sola, mientras escucho la cara 2 de la 9 sinfonía en re menor de Beethoven. Es suave, fina, bella. Se me hace un nudo en la garganta, mi corazón se vuelve de algodón, me siento maravillosamente bien. Hace una semana que siento una violenta pasión por la música clásica. Cuando me aburro, no estoy bien, o triste, pongo un disco. Al instante me siento transportada a un mundo maravilloso, tengo la impresión de que mi corazón, mi espíritu, de que toda yo penetro por completo en la música. A mi alrededor, todo es más bello. El menor ruido de platos, de voces, me irrita. Esta es la razón de las ganas locas de asistir a un concierto. La música es estupenda, porque uno puede soñar al mismo tiempo, imaginarse el estado del compositor, por qué escribió esa música. Es pura, es maravillosa. Cierro los ojos y me dejo arrullar. La música me envuelve como un chal de seda. A veces, el disco acaba tan pronto que me siento apenada. Me levanto y lo vuelvo a poner. El silencio me pesa. 2.a cara, 9.a sinfonía de Beethoven en re menor. Me tranquiliza. Ahora estoy escuchando la sinfonía nº. 5, cara 1. Me siento maravillosamente bien.

 

 

 

Los Dos Alpes, domingo 3 de marzo de 1968

 

Hoy escribiré en hojas sueltas, pues no me traje el Diario por temor a que lo descubrieran en mi habitación.

 

De modo que mamá y yo estamos en el hotel Du Chamois en los Dos Alpes. Está muy bien y, ¡qué maravilla!, tenemos habitaciones individuales, de forma que cada una tiene su independencia. ¿Qué hacemos aquí? Como durante las vacaciones de Navidad nos quedamos en París, el doctor dijo que el aire de la montaña me iría bien. Es cierto, pues en casa casi nunca salgo porque me da pereza ponerme el abrigo, las medias, bajar las escaleras, etc. Siempre voy en ropa de casa o en pijama de raso y realmente es demasiado complicado. Me desanimo muy deprisa.

 

Estoy aquí, ante mi pequeño escritorio, y confieso que estoy muy contenta de escribir en esta hoja de papel. Poco a poco me siento más tranquila porque reúno los recuerdos, las conversaciones interesantes, los acontecimientos de mi vida y no es fácil retener las cosas tal como son.

 

Sí, estoy bien, y mi espíritu y mi corazón se vacían. Y sé que después de escribir todo lo que pienso, veré con más claridad dentro de mí. A veces no tengo tiempo de escribir mi Diario y me siento realmente muy desgraciada. Mi Diario es el compañero en el que confío, al que se lo cuento todo y que jamás me traicionará. Pero me alejo. Hace tiempo que no he escrito mi vida y tengo tantas cosas que contar que mis pensamientos se atropellan.*

 

Empezaré contando lo que pasó la semana antes de nuestra marcha.

 

Mamá me había prometido llevarme a ver a Serge Reggiani. Fuimos y estuvo muy bien. Era martes.

 

El jueves, Philippe nos había dado unas entradas para asistir al estreno del Abrigo de astrakán, dirigida por Daniel Emilfork. Pero creo que eso ya lo conté... ¡en fin! continuaré por si acaso, necesito hacerlo. Philippe era el ayudante de dirección de Daniel Emilfork. Era una obra formidable y había una pareja de jóvenes que trabajaban de maravilla. La chica, hombruna, era muy guapa y el chico... rubio, con el pelo rizado, bronceado, un diosecillo. Bueno, era de una belleza muy notable. Actuaban de maravilla. Luego nos encontramos con Philippe, que nos llevó entre bastidores. Estaban el joven, Daniel Emilfork y su mujer. Era una maravilla descubrir los bastidores, en los que un día quizá yo actúe. También estaba Laurent Terzieff. ¡Qué bien está! El corredor era muy estrecho, pero me hubiera quedado toda la vida. Cada vez tengo más ganas de subir a un escenario. Philippe no pudo quedarse mucho con nosotros. Ahora ya sé cuáles son mis sentimientos hacia Philippe. Le quiero mucho (¡amistosamente, por supuesto!) y hay también en mí un rinconcito de interés. Philippe asciende en el ambiente teatral y tengo la intención de aprovecharme de ello. De repente me siento muy dura, casi cínica. Mi mayor deseo seria: «¡Que el teatro no llegue a corromperme!»

 

Me gustaría ser célebre, llevar una vida activa. ¡Seria maravilloso! Trabajaré duramente para conseguirlo. ¡Me lo prometo!

 

Nos marchamos el sábado y ya hace una semana que estamos aquí. Nos detuvimos en Grenoble un día para ver a la familia y me llevé pantalones, camisas y jerseys.

 

Olvidé contar que en el teatro mamá estaba muy guapa: bien maquillada, abrigo de visón, un vestido marrón con bordados tunecinos. El marrón está, o al menos estaba, de moda hace dos semanas. Ahora lo están el azul, el blanco y el rojo.

 

Y ahora empiezo el relato de lo que ocurrió durante esta semana en la montaña. Creo que no tendría importancia si le contara esto a una amiga, pero, para mí, cada acontecimiento, por pequeño que sea, me marca, y hago todo lo posible para que así sea. Y por eso escribo toda mi vida, y no sólo los grandes acontecimientos. Por supuesto, no voy a pasarme el día escribiendo: «Ayer compré chocolate en la tienda de enfrente». No, pero quiero acordarme, cuando he conocido a alguien que me interesa en particular, de cuáles fueron las primeras conversaciones que tuvimos.

 

Lo escribiré todo por etapas.

 

 

 

 

Domingo:

 Llegada al hotel hacia las 12 acompañadas de Syl­vain, el hermano de Nadine, mi tía. Nos llevó con el coche del tío Émile. Es joven. Veinticinco años. Bastante guapo. Moreno. Bien parecido. En fin, que no está nada mal y es muy simpático. Ayuda a Émile en la tienda. Las habitaciones todavía no están libres. Comemos. Luego jugamos una partida de cartas y gano. Sylvain es el último. Al fin, hacia las dos y media, las habitaciones quedan libres, y Sylvain sube el televisor que me prestó Émile. Me apresuro para no perderme la película de la segunda cadena con Clark Gable. Encendemos, ponemos la primera cadena, perfecto. Segunda cadena: nada. Accionamos los mandos. Sylvain me dice: «¿Estás segura que se capta la segunda cadena?».

 

‑Claro, estamos al lado de Grenoble.

 

‑Sí, pero ¡en la montaña!

 

Voy a ver a la dueña. ¡No les llega la segunda cadena! ¡Atroz! ¡Horrible! Sylvain se divierte, mientras rabio cómicamente y gimo: «¡No... no es posible... no es cierto!»

 

¡Se acabaron las buenas películas de la segunda cadena! ¡Adiós a los buenos programas! ¡Adiós! ¡Confieso que no me lo esperaba!

 

Sylvain se ha marchado. Hemos subido a la habitación, hemos tomado el té y arreglado los armarios.

 

Estoy algo cansada. Dejo de escribir. Quizá prosiga dentro de un rato.

 

Son las tres de la tarde. Comí y después le pregunté a mamá si quería acompañarme a tomar el café en el bar; no me gusta ir sola. La verdad es que tenía ganas de ver a un joven monitor muy guapo, rubio, con los ojos azules. Estaba allí. Cuando me acerco, no me quita el ojo de encima; eso me gusta, lo reconozco. Esta vez le acompañaba una monitora. En general, está siempre solo con un vaso de zumo de frutas charlando con la dueña. Así que comió con una mujer rubia, ¡no está mal! ¡Miseria! ¡Nunca vi a un hombre comer de este modo! ¡Y abre la boca! ¡Y se pasa la lengua entre los dientes! ¡Y habla con la boca llena! Claro que exagero un poco, no todos los hombres comen con elegancia, pero de todas formas me ha decepcionado. Tampoco a la chica sus padres han debido de enseñarle buenas maneras. No voy a decir que yo coma como una reina, pero al menos sé, en fin..., creo saber lo que hay que hacer y lo que no debe hacerse en sociedad, en la mesa.

 

Confieso que me ha decepcionado. Mamá me había dicho, Lucette también, que la mayor parte de los monitores sólo piensan en el esquí. Que hay que verlos vestidos con un traje, que no saben decir dos frases seguidas, etc. Yo, todavía estaba en el libro que leí el año pasado: Tierna y violenta Elisabeth, de Troyat, que cuenta los amores de un monitor con una chica. Todo acaba mal, pues resulta que el guapo monitor es un cerdo y que cuando Elisabeth está embarazada, la envía a que aborte.

 

A pesar de todo encuentro que este monitor es muy guapo.

 

De modo que vuelvo a mi jornada del domingo que fue muy bien. Estoy encantada. En resumen que estoy contenta.

 

 

 

Lunes:

 

El tiempo es espléndido. Tomo baños de sol en las tumbonas. Me pongo crema en la cara y por la noche noto cómo me ha dado el sol. Entonces, para ponerme morena enseguida, me pongo la crema de tortuga de mamá que es formidable. Este verano prefería ponerme porquerías antes que cremas hechas con cosas raras. Pero ahora, que las he probado, ya no las dejo. Esta crema es divina. Trabajo mucho porque tengo que enviar la serie todavía. La 17.

 

 

 

Martes:

 

Me levanto hacia las diez. Baño de sol hasta las dos y media en la terraza. Luego trabajo en la terracita cubierta de mi habitación, siempre al sol. Ya estoy un poco morena y muy sonrosada. Ayer u hoy llegan tres jóvenes. Un hombre de cuarenta años, que no está mal, muy moreno; otro hombre rubio rizado, vestido de escocés, y una chica con un cuerpo de maniquí también muy bien vestida. Tienen el aspecto de divertirse mucho. A mí no me gusta demasiado el jovencito rubio; sus maneras son afeminadas.

 

 

 

Miércoles:

 

Trabajo mucho y hago composición francesa. Mamá me ayuda a clasificar mis textos sobre la miseria. No puedo pasar mucho tiempo al sol, pues tengo que recopiar la geometría. Por la noche, estoy rendida. Cada día estoy más morena. Ahora estoy ligeramente bronceada. Tengo una tez muy bonita y soy muy guapa.

 

 

 

Jueves:

 

Por la mañana copio por segunda vez mi composición francesa, aunque esta vez en la terraza. Lo hago adrede para que todos vean que trabajo mucho. En efecto, la gente me mira mucho. Hago de niña estudiosa, que tiene dificultades. Me gusta; al menos eso creo.

 

A las doce nos preguntan si queremos participar de la «fondue» de la noche. Aceptamos. La «fondue» será una comida común, de este modo podremos conocer a los clientes. De momento, ni nos saludamos. El chico rubio me revienta un poco. Siempre está riendo y yo les evito. Por otra parte, este rubio es muy marica. Y luego esa pareja de tres...

 

Llega la noche. Yo ya no tengo ganas de ir a esta «fondue». Pero mamá me dice: «No creas, puede ser muy interesante».

 

Mamá se pone un vestido; yo un pantalón de terciopelo negro con un rayadillo muy, muy fino, y una blusa turquesa con flores del mismo color. Los mocasines negros combinan muy bien. Me peino con una trenza hacia la derecha atada con una cinta negra. Estoy muy guapa y muy morena y al mismo tiempo sonrosada. A las ocho mamá, impaciente, me da prisa. Corro a peinarme y a lavarme los dientes. Está muy nerviosa: «¡Vamos a hacer esperar a todo el mundo!» Salimos de la habitación medio enfadadas.

 

Cuando llegamos abajo, vemos que hemos llegado a tiempo, todos están alrededor de la mesa y nadie sabe dónde colocarse. Yo pensaba que sería como en los grandes banquetes y que la dueña nos habría señalado nuestro sitio. Antes de que tengamos tiempo de reaccionar, la gente había tomado la decisión de sentarse cada cual a su gusto. Yo, agobiada, no sé dónde meterme, y miro a mamá, que se sienta donde puede. La dueña, una joven muy amable, de ojos azules, me dice: «Póngase delante de su mamá».

 

Yo no me siento bien colocada del todo. Mamá tampoco. A mi izquierda, un hombre de cuarenta años, silencioso, nada simpático; a mi derecha dos sitios vacíos, lo que me separa por completo del grupo de personas de edad que parecen mucho más simpáticas que las otras. Ante mí, mamá, y a su lado, a la izquierda, una pareja de jóvenes. Un hombre de veinticinco años, muy feo y que no me quita el ojo de encima. Su amiguita, muy fea. A la derecha de mamá, una mujer de treinta años, que no es guapa, pero que parece simpática. ¡La cosa prometía!

 

Nos traen unas cazuelitas que colocan encima de un hornillo.

 

Cada cuatro personas, una cazuelita. Había que meter el trozo de pan, pinchado en un tenedor, y hacer girar éste en una salsa espesa de queso. Sólo habían servido vino blanco. A mí no me gustó. Empezaba a aburrirme y la gente también empezaba a callarse cuando de repente llegaron los tres jóvenes de que hablé. Les había olvidado por completo. El rubio y la chica se colocan en los dos sitios libres. Por unos instantes, deseo que el chico se coloque a mi lado. Pero es la chica la que se pone a mi lado. El mayor de los chicos se sienta a la cabecera de la mesa. A partir de este momento, se me hizo muy simpático. La chica no cesaba de reír porque había bebido unas copas de más. Me explicó cómo se había roto la cara en las pistas la primera vez que se deslizó desde lo alto de la pista. El chico, Rodolphe, contaba cosas muy divertidas, el otro también y la mitad de la mesa se despertó mientras que la otra dormía. Hace unos instantes ocurría lo contrario. La chica, Françoise, no paraba de moverse y a menudo Rodolphe (¿Cómo podría llamarlo si no? ¿El chico? ¡Es demasiado feo!) le decía: «¡Un poco de clase, cariño!», con un aire muy esnob. Todos reíamos mucho.

 

A mi lado, ya lo dije, había un hombre de cuarenta años, muy callado. Era incómodo. Cuando Françoise que le miraba bastante, le preguntó:

 

‑¿Cómo se llama?

 

‑¿Por qué?

 

‑Porque sí...

 

Volvió la cabeza y dijo: «¿Y si no quiero decírselo?» Y siguió comiendo. Nosotras, para divertirnos, intentamos decir dos nombres cada una, pero como él no quería, mamá, la señora de su lado y yo, no insistimos más. Salvo Françoise a la que le intrigaba la cosa. Al fin lo dejó correr. Ya no era ni divertido y en eso tenía toda la razón.

 

Rodolphe me miraba alguna vez cuando hablaba dirigiéndose a todos. Yo me sentía un poco incómoda. Intentaba desviar su mirada. ¿Por qué? No lo sé.

 

Después de una carne fría, seca, hubo un helado para cada una: 2 bolas, una roja y otra amarilla. Fresa. Vainilla. Nosotras lo comimos, pero Rodolphe no, porque no cesaba de hablar.

 

En un momento dado, le ofreció el helado a la mujer que yo encuentro tan fea. Como tenía puesto el barquillo entre las dos bolas el chico de su lado exclamó: «¡Cerdo!»

 

Yo reí con todos, mientras Rodolphe decía:

 

‑¡Mírenlo, lleno de segundas intenciones!

 

Yo no lo entendía. Hasta cinco minutos más tarde no reaccioné. Era realmente asqueroso.

 

Más tarde, mientras hablábamos de barbudos, el chico que había dicho: «¡Cerdo!»: «¡De todas formas, todos los hombres son barbudos en la oscuridad!»

 

Esto ya era demasiado. Realmente tuve ganas de levantarme de la mesa.

Al final se formó un grupito al extremo de la mesa. Casi no oía lo que decían, pero reían sin parar.

 

En un momento dado, Rodolphe se sentó a mi lado y me dijo, rodeándome los hombros con el brazo:

 

‑¿Qué (dijo, dirigiéndose a mi madre y a los demás), se divierten?

 

Yo casi no pude apreciar ese brazo que se metía allí donde quería y me aparté murmurando bastante alto:

 

‑¡No! ¡No quiero! ¡Déjeme!

 

Él pareció sorprendido, levantó el brazo y dijo:

 

‑¡Oh, tiene miedo!

 

‑¡No, no tengo miedo, pero no me gusta eso!

 

‑¡Mire, no tiene nada que temer conmigo!

 

Otra insinuación sobre su vida.

 

Cuando se marchó, la mujer del lado de mamá dijo, en tono protector:

 

‑¡No tema, no le va a hacer nada!

 

¡De todos modos, no voy a dejarme manosear por un tipo, aunque sea un marica!

 

Descanso otro momento. Tengo la mano izquierda anquilosada.

 

Olvidé contar que, en un momento dado, Rodolphe se inclinó sobre mí y habló con mi vecino de mesa cuyo nombre no recuerdo ahora. Empleo el imperfecto, pues se fue.

 

‑¿Esquía usted?

 

‑Sí.

 

‑¿En la «Cóte du Diable»?

 

‑Sí.

 

‑¿Irá mañana?

 

-...

 

‑¿A qué hora, más o menos?

 

-...

 

El señor se volvió y Rodolphe pareció enfadado. Inmediatamente después tuvo lugar el descenso de los monitores con antorchas. Fue muy bonito.

 

Después de la cena, deberían ser las diez y media, la gente fue subiendo en pequeños grupos, salvo los mayores que escuchaban a Rodolphe.

 

Antes de subir a acostarnos, mamá, una chica rubia y yo hablamos un poco de la cena, de Rodolphe. Yo dije que estaba extrañada por el tono de ciertas bromas.

 

Las dos mujeres me miraron divertidas y la más joven me dijo:

 

‑Sí... ‑Luego, a mi madre‑: Dígame, ¿es usted profesora? Como veo trabajar a su hija, hacerle preguntas...

 

‑No, mi hija estudia por correspondencia.

 

‑¡Ah, ya!

 

En ese momento pasaba Rodolphe, procedente de no se sabe dónde, con intención de añadirse al grupo de abajo en la mesa; se acercó a nosotras.

 

‑Con su permiso, señora, felicito a su hija. La admiro, la respeto porque es capaz de trabajar durante las vacaciones. Yo mismo no pude proseguir mis estudios a consecuencia de un tremendo shock del que ahora no voy a contar las causas y cuando la veo trabajar me... ¡en fin, que está muy bien!

 

Luego, cuando nadie nos oía:

 

‑¡Detestaba la escuela y era muy mal alumno!

 

Durante ese discursito, me miraba a los ojos, tiene los ojos azules y me sonreía con franqueza. Yo también.

 

Iba muy bien vestido: pantalón verde muy ancho y un suéter de color naranja o blanco (ya no me acuerdo) y encima una túnica violeta, muy bonita, hasta debajo de las caderas. Mamá dijo:

 

‑¿A qué se dedica? ¿No trabajará en algo relacionado con las Bellas Artes?

 

El sonrió y dijo:

 

‑No, en la alta costura.

 

‑Se ve en seguida que es un artista.

 

Luego nos exclamamos acerca de su indumentaria. Después, en un momento determinado, dijo:

 

‑Tengo veintinueve años.

 

Nosotras le interrumpimos, ya que parecía tener menos.

 

‑Tengo veintinueve... sé que he triunfado en la vida... no me arrepiento de nada. Hago lo que me place y me es igual si la gente me toma por lo que no soy.

 

Luego, como ya sabíamos que era modista, mucha gente se unió a nosotros y le preguntamos sobre la moda. Poco a poco se volvía a los vestidos largos. Yo le pregunté:

 

‑¿No volveremos a los tacones de aguja?

 

‑Sí. Si los vestidos se alargan, los tacones también.

 

Estaba entusiasmada. Hablamos de los guardarropas que hay que cambiar cada seis meses. Él no lo entendía. Luego habló de esas mujeres de mundo dándonos un poco de coba. Y cuando dijo:

 

‑Miren, las señoras de mundo...

 

‑¿Por qué sólo las señoras de mundo? ¡Todas las mujeres! ‑le interrumpió mamá suavemente.

 

‑Por supuesto, todas las mujeres...‑ y siguió hablando. Era muy agradable. Todas estábamos sentadas, y él, en medio sobre una mesa larga y estrecha, nos miraba y nos hablaba.

 

Hubo un momento en que nos miramos: él me miraba profundamente, me escrutaba. Yo le sonreía con franqueza y él también me sonrió con dulzura mientras me miraba. Él me miraba con amabilidad, y yo con franqueza y simpatía.

 

Nos despedimos muy tarde. Yo me sentía bien, deliciosamente bien. Me olvidé de contar que nos habló de los precios de los vestidos de las damas de mundo: 100.000; 200.000; 300.000 francos. ¡Más bien caro!

 

De modo que nos despedimos con amables sonrisas a las doce de la noche. Pasé una velada formidable.

 

En la habitación de mamá, le dije:

 

‑¿Te pareció simpático ese Rodolphe?

 

‑¡Sí! Pero ¡qué charlatán!

 

‑¡Oh, a mí me gusta!

 

Nos despedimos y me fui a dormir. Es divertido, pensé mucho rato en él cuando estuve en la cama. Me imaginaba teniendo grandes conversaciones con él, vistiéndome en su casa. Luego pensé que quizás en aquel mismo instante estaba haciendo el amor con Françoise.

 

Me dormí tranquila, contenta de haber conocido a este grupo de tres. Me imaginaba paseando con ellos, durante estas vacaciones.

 

 

Me olvidé de contar que ahora sonrío enormemente a los hombres del hotel. También a las mujeres, pero con los hombres me hago la chiquilla amable y simpática. Antes les ponía mala cara, pero ahora les sonrío amablemente y con una sonrisa que me favorece.

 

También me olvidé de contar que el miércoles, mientras paseábamos, mamá me ha dicho:

 

‑Encontré el argumento que buscaba.

 

‑¿Y entonces?

 

‑Entonces haré una obra de teatro sobre el trasplante de cerebro.

 

‑¿Una obra cómica o dramática?

 

‑No lo sé, ya lo pensaré. Lo que es seguro es que os utilizaré a ti, a papá y a Alain.

 

‑Cuéntame un poco el tema.

 

‑Ya te lo dije: una mujer de cincuenta años que se sabe perdida autoriza que trasplanten su cerebro a una chica joven, retrasada mental. Luego, un día, la chica tiene una familia, dos hijos y un marido. Y se encuentra con todos sus recuerdos, los recuerdos de la mujer de cincuenta años. El marido se enamora de la chica, pero la mujer de cincuenta años, en fin, su cerebro, se da cuenta de lo que es su. marido. Se ahoga. Al fin se suicidará o volverá a empezar desde cero.

 

‑¿Y eso puede ser dramático y cómico?

 

‑Sí, lo intentaré.

 

‑¡Es un tema terrible!

 

Esto es lo que pasó. Ahora que mamá me habla de ella, de su trabajo, me siento muy feliz. Creo que tiene confianza en mí desde que leí y volví a leer su obra: Karako o la Ultima generación.

 

A mí me encanta lo que escribe, y para que no deje de hacerlo, la dejo trabajar porque me doy cuenta de que le hago perder el tiempo o cuando hace compras para la casa no trabaja y creo que sufre a causa de ello. Yo también sufro un poquito, pues me siento sola: pero sé que no tengo derecho a impedir su trabajo. Para escribir, para pensar, necesita silencio. Por otra parte, siempre es ella la que viene a mi habitación cuando tiene ganas de charlar un poco. Yo sólo voy cuando tengo absoluta necesidad. Aquí está lejos de casa, lejos de los problemas y sé que este verano ha estado muy contenta de que la dejara en paz. Me lo ha dicho más de una vez:

 

‑Gracias a ti, a tu amabilidad, pude escribir este libro.

 

‑¡No es cierto!

 

Siempre le contesto «no», pues no veo el interés en hacerme notar enseguida. No, me siento verdaderamente feliz de que pudiera escribir toda la obra en Aix‑les‑Bains, cerca de mí. Para mí es un privilegio verla vivir a mi lado, hablarme con franqueza, darme artículos para leer. Ahora me lleva a casa de Josane o de Martine Cardieu* porque le apetece, sin sentirse obligada. Nos queremos. Nos comprendemos. Por otra parte, nos entendemos tan bien, que a menudo nuestras ideas se encuentran y pronunciamos una frase, una palabra al mismo tiempo. O yo pienso o ella piensa en algo. Una de las dos dice lo que piensa en voz alta y es exactamente lo mismo. Hay que decir que, desde mi enfermedad, me impregno de las ideas, de la personalidad de mamá. Antes era muy distinta, ahora vivo tan cerca de mi madre que me vuelvo como ella. Un ejemplo: antes, cuando me hablaban, inmediatamente interrumpía con preguntas y la persona en cuestión nunca podía acabar lo que quería decirme. Ahora ya no interrumpo a nadie. Al contrario, sonrío amablemente, dejo que tome confianza. Ya no soy curiosa. Si me dicen algo, ya no pregunto: ¿por qué? ¿quién? ¿cómo? No, la dejo continuar y es la persona por sí misma la que me dice lo que en un principio no quería contarme.

 

Es la táctica de mamá y ahora yo la utilizo. Me siento feliz de vivir con mamá porque sin cesar aporta cosas interesantes a mi espíritu. Ahora la escucho. Por supuesto, no siempre la obedezco, pero desde el punto de vista intelectual me apasiona. Le confío muchas cosas. Pero ahora que he comprendido cómo llega a hacer decir cosas que habrías jurado no decirlas a nadie, desconfío y voy con más cautela... respecto a mí.

 

Con ella, aprendo a reflexionar, a pensar. Ya que estoy sola y no tengo amigos, tengo que hacer algo. Entonces, pienso, leo, escribo mi Diario, al que me dirijo como si fuera mi doble. Yo soy la única que puede entenderme. Lo mismo ocurre a todo el mundo.

 

¡Pero no por eso he perdido mi feminidad, mi coquetería! ¡Al contrario! Además, sueño con ser muy inteligente y muy guapa. Creo que seré guapa. Espero que seré inteligente. No, no soy un genio, pero creo que soy bastante inteligente. En fin, no puedo saberlo. Son los otros quienes me juzgan; yo, sobre este punto, no puedo, realmente. Y, sin embargo, me conozco a fuerza de escribir mi Diario, pero desde el punto de vista de la inteligencia todavía no lo sé. ¡No, en serio! Primero tendría que saber qué es la inteligencia. Y además... ¡no, de verdad: esta noche voy a pedirle explicaciones a mamá!

 

Pero estábamos a viernes... El día transcurre muy bien. Para mí, es una jornada de descanso, ya que al fin he enviado la serie 17. Estoy rendida.

 

Por la noche bajo hacia las siete y media y me instalo en el salón con la esperanza de ver llegar a Rodolphe. Cinco minutos más tarde aparece y como el salón está enfrente ‑bueno, casi‑, desde la escalera me ve, me saluda, se sienta y se pone a leer el periódico. Un sillón nos separa. Como parece interesado en su periódico, renuncio a cualquier esperanza de conversación. Un cuarto de hora después llega mamá, y Rodolphe y ella se ponen a charlar con toda naturalidad. Entonces aproveché la oportunidad y me metí en la conversación. Charlamos un poco y después tuvimos que cenar.

 

Hemos visto Cinco Columnas en Primera, abajo, en el salón inferior. Luego subimos a acostarnos. Pero como no tenía mi botella de agua caliente, mamá bajó para calentarme agua. Pasan diez minutos. Y no viene. Bajo, pregunto por ella: está en el bar con Rodolphe y Françoise.

 

‑Mamá, ¿y mi botella? ¡Me estoy helando ahí arriba!

 

‑Espero el agua, cariño.

 

Todo el mundo se extrañó. Cuando al fin tuve mi botella, mamá me dijo:

 

‑Ahí la tienes: ya puedes meterte en la cama, cariño.

 

‑¡Ah, no, estoy bien aquí, me quedo!

 

Rodolphe me invitó a beber. Primero rechacé su invitación, pero luego le acepté una tisana. Mamá y Rodolphe charlaron un rato. Yo estaba muy guapa y Rodolphe no me quitaba ojo de encima. Diez minutos más tarde nos despedimos; mamá y yo, muy cómica con mi botella bajo el brazo, y ellos, bien vestidos, en dirección hacia la «Casa» un cabaret.

 

Me fijé en una cosa. No he oído salir de la boca de Rodolphe ni una sola palabra de argot. Habla muy bien.

 

 

 

Sábado por la noche

 

Nos instalamos y Rodolphe nos cuenta que conoció a la mujer de Boris Vian y que esta mujer le había dicho que volvía a encontrar a su marido en él, que a veces tenía las mismas reacciones que él. Estaba muy emocionado, pero yo me daba cuenta de que en el fondo estaba orgulloso. Nosotras le dijimos que era un bonito cumplido y era lo que esperaba. Luego, cuando se dio cuenta de que podía confiar en nosotras (¡aunque me pregunto si no le contará su vida a todo el mundo!), nos relató su vida.

 

Era muy mal alumno. A los catorce años le pusieron de panadero. Un día, harto de todo, se tiró al paso del tren. Suicidio frustrado. Un pie menos. Cuando hablaba no me quitaba los ojos de encima. Nos mirábamos los dos. Durante el relato creo que sentí una gran amistad por él. Mientras hablaba, yo le sonreía dulcemente. Cuando nos dijo que tenía un pie menos nos mostramos muy sorprendidas. Mamá dijo: «¡No!», y yo: «¿Es cierto?» Él nos enseñó su pierna izquierda, exclamando: «¡Esta!»

 

Luego, durante un año, reeducación; hace vestidos con los paraguas de su madre. Quiere ser modisto, pero es pobre y vive en Limoges. Sus padres le dicen: «¡Espabílate!» Se va a París, pasa un examen, aprueba y poco a poco se convierte en lo que es. Ahora es bastante conocido y se gana bien la vida. Le encanta su trabajo.

 

Luego, cada vez más en confianza, nos contó que había tenido muy malas experiencias en la vida, que había sido seducido. Que ahora se acabó. Luego: «¡A los ocho días no puedo aguantar a una mujer!» Que al despertar al día siguiente... que a los treinta años, era soltero. Yo tenía ganas de decir: ¡No es para hacer un drama! Pero entonces le quise hacer una pregunta:

 

‑¿A usted qué es lo que le...?

 

Me eché a reír ladeando la cabeza, pues no me atrevía a continuar.

 

‑¡Vamos, puede decírmelo todo!

 

‑Bueno, quiero decir, ¿qué es lo que le gusta de una mujer, qué es lo más importante: su belleza? ¿Su inteligencia?

 

‑Su inteligencia. Tiene que comprenderme. Con usted, por ejemplo, puedo hablar con confianza, porque me doy cuenta de que me escucha.

 

‑¡A usted le gusta mucho hablar!

 

‑Sí, eso me tranquiliza.

 

‑¡Lo necesita...! ¿Para usted cuentan las imperfecciones de la mujer que ama? Por ejemplo, si tiene un brazo más alto que otro...

 

Creo que no contestó a mi pregunta. De repente, me dijo:

 

‑Mi mujer será pura.

 

¿Por qué dijo eso? De todas formas, me impresionó. Y le dije:

 

‑No se trata de eso.

 

Pero creo que esta pregunta le incomodó. ¿Quizá se dio cuenta de todo lo que nos había contado? Tomó un poco del helado que le había traído Françoise y dijo:

 

‑De todas formas, este helado está muy bueno.

 

Luego, como se le enronquecía un poco la voz, le preguntó a la mujer médico que estaba algo más lejos:

 

‑¿Qué hay que hacer cuando se está afónico?

 

Ella le hizo señas de que se callara. Después se formó un grupo y prosiguió la conversación. Hablaron mucho de Limoges, de las calles, las tiendas, las boites, de los cines. Era aburrido a más no poder. Desde este momento hasta el final de la noche no me miró ni una sola vez. Sobre todo hablaba con la mujer médico. A mí no me divertía nada eso de que me dejara de mirar. En fin que durante toda la noche casi no se trató más que de Limoges. Al final hablaron de las tiendas de la calle de Sévres. Se extendieron sobre los patrones de traje que vendían en Milán por 10.000 francos. Hacia la una menos veinte, nos dimos las buenas noches y yo les deseé un buen viaje a los tres jóvenes. Cuando quise recoger la llave en recepción, no estaba. Tampoco en la habitación de mamá ni en su bolso. Como allí donde están no las veía nada seguras, pensé que alguien las podía haber robado, me inquieté y pensé: Rodolphe. ¡Qué tonta es una a los quince años! Sobre todo, cuando lo hacía para indicarle dónde estaba mi habitación. AL fin la encontré en el cuarto de baño de mamá. Rodolphe salía del lavabo cuando yo entraba en mi habitación que está enfrente. Nos volvimos a dar las buenas noches.

 

En la cama pensé locamente en él. Se marchaba al día siguiente a las nueve de la mañana. Yo me imaginaba cliente suya, amiga de él, encargando mi vestido de novia en su casa; luego, en el último instante, él me confesaba su amor y yo me dejaba caer en sus brazos. ¡Sueños locos!

 

 

 

Domingo

 

Me despierto muy pronto. Encargo el desayuno, que casi no pruebo. Me olvidé de preguntar la hora. Hace muy mal día: hay niebla. Temo que se haya marchado ya. Una idea surge en mi mente: ¡Quizá con esta niebla no podrán marcharse, es demasiado peligroso!

 

Bajo. ¡Son las ocho y veinte! Ellos se marchan a las nueve, pero no veo a nadie. Me voy a dar una vuelta. ¡Es divino! Hace frío y te sientes envuelta en un manto de niebla.

 

Vuelvo hacia las nueve. Todo el mundo duerme. Paso delante de las habitaciones: ni un ruido. En el momento en que iba a meterme en mi habitación, contrariada, Rodolphe sale de la suya en camiseta y pantalones. Yo simulo abrir la puerta de mamá. Él pasa y me dice: ¡Buenos días! ¿Tan pronto se va a pasear?

 

‑¡Oh, buenos días! Ya hace rato que me levanté y vuelvo de un paseo.

 

‑¡Eso está bien!

 

Bosteza y entra en los lavabos. Pero desde el interior de la habitación de mamá, ésta pregunta:

 

‑¿Eres tú, Dominique?

 

‑Sí.

 

Abre.

 

‑¿Has acabado de intentar abrir mi puerta con tu llave? ¡Ya sabes que es imposible si la mía está puesta! ¿Con quién hablabas? ¡Ni me has oído!

 

‑¡Oh, siento haberte asustado! Hablaba con Rodolphe.

 

‑¿Qué hora es?

 

‑No tengo ni idea. ¡Las nueve y media!

 

‑Pide mi té, por favor.

 

Bosteza.

 

‑Pobre mamá, ¿te desperté?

 

‑¡No importa!

 

Luego bajo y me instalo a leer en el salón para no perderme su marcha. Un cuarto de hora más tarde bajan y van y vienen no sé cuántos miles de veces, de tantas maletas que llevan. Menos mal que ya hay bastante gente levantada en el hotel, de modo que no soy la única. Como ayer nos acostamos tarde, me siento algo cansada (sobre todo los ojos).

 

Al pasar me sonríen. AL cabo de media hora, cesan las idas y venidas. Yo me pregunto: ¿Se marcharon ya? Pasa un cuarto de hora. Me dirijo a la terraza segura de que ya se habrán marchado. Desde allí les veo colocar sus maletas en el coche. Me instalo en una tumbona y espero. De vez en cuando me bajo un poco para ver si todavía están allí. La gente del hotel aprovecha los primeros y últimos débiles rayos de sol del día. Al fin, Rodolphe, Françoise y el otro vuelven a la terraza y nos dicen adiós. Primero se despiden de las personas mayores, y en último lugar, de mí. Rodolphe me dice hasta la vista y ve el periódico que compré esta mañana y que está en la página: Comédie Francaise, donde cuenta la vida de Mlle. Georges.

 

‑¿Qué está leyendo?

 

‑¡Comédie Française!

 

‑¡Oh, está muy bien! (creo que me contestó eso).

 

Luego, Francoise me dice adiós con una mirada franca y simpática de verdad.

 

Se marchan. Como hace frío, la gente entra en el hotel. Yo vuelvo a mi habitación, tomo un bloque de notas y escribo lo, que ha pasado en estos últimos días. Durante una hora escribo, pero al final estoy helada y me doy cuenta que no entiendo la complicada caligrafía que he adoptado para escribir.

 

¡Así que se fue, se marchó!

 

 

 

Lunes

 

Hace muy mal tiempo. Siento pereza de ponerme a trabajar. Tengo ganas de volver a París, de volver a ver a Rodolphe, aunque sé que no lo veré hasta dentro de tres semanas como mínimo. No dejo de pensar en él. ¿Le quiero? No, no lo creo. Todavía me hago ilusiones. La prueba: no ha sido un flechazo y mi corazón no latía con más fuerza cuando me hablaba. Estaba conmovida, lo confieso, pero tengo quince años y medio y tengo la impresión de que aprovecho todas las ocasiones para inventar historias. Me gustaría volver a ver a Rodolphe; sería un buen amigo. ¡Sí, tengo auténticas ganas de verle, pero no estoy enamorada!

 

 

 

Martes

 

Al fin hace buen tiempo. Pero a mí me duele el vientre y las piernas y paso todo el día en cama con la botella de agua caliente. Como no quiero trabajar, leo La maison des Pélerins, de Knittel. No está mal. Existe un segundo tomo, pero no tengo ganas de comprarlo. He aprendido algo: la vida de los ingleses colonialistas en Egipto, la miseria y la esclavitud del pueblo. La vida de esos ingleses que bebían, apostaban a las carreras, gastaban millones en casas nuevas, en bailes, en juegos, me chocó. Quizá compre el segundo tomo, que seguramente describirá la independencia de Egipto. Sí, lo compraré.

 

Esta noche, por la televisión, vi una obra de teatro sobre la vida de Freud. Era formidable. El caso Elizabeth von Ritter, la muchacha paralizada que, cuando Freud logra liberarla de sus remordimientos, vuelve a andar. La obra estaba muy bien interpretada: Curd Jurgens (Freud), Monique Lejeune (E. von Ritter) y Anne Caraly (Martha, la mujer de Freud). Lo que me extrañó es que la gente del hotel que se queda a ver la televisión cuando dan películas o variedades, se marcha cuando dan teatro. Es un escándalo. Y, sin embargo, algunos parecen inteligentes. En fin, habrá que creer que el teatro no gusta a todo el mundo!

 

 

 

Miércoles

 

Hace mal día. Tengo ganas de marcharme.

 

 

 

Jueves

 

Todo el día cubierto por una niebla espesa. Nieve. Al fin, hacia las cinco, el cielo se ha vuelto azul. Pero el sol se pone y muy pronto se hará de noche. Era muy bonito, porque el cielo se ha vuelto casi rosado. Yo andaba sola por la carretera, hacia frío, pero continuaba porque sólo enfrente de mí se ponía el sol. Tenia ganas de subir al telesilla para ver el valle a la puesta de sol, pero acababa de cerrar. Regresé al hotel, aunque volvía la cabeza a cada momento para ver aquel espléndido paisaje. Sentía como un nudo en la garganta y ganas de pintar.

 

Desde el miércoles me ha dado la locura de pintar. Tomo re­vistas de moda y dibujo. Me encanta. Me distrae, me tranquiliza los nervios y, además, me doy cuenta de que tengo mucha faci­lidad. Ahora me encuentro de maravilla cuando dibujo. En esta época estoy descubriendo gran cantidad de cosas: la música clá­sica, el dibujo.

 

Hoy estaba abajo con mamá y miraba al guapo monitor. Na­turalmente, lo hacía de modo que no me viera. Más tarde, bromeando, le dije a mamá:

 

‑De todas formas, el año próximo, ya sé qué monitor es­cogeré.

 

Y me eché a reír.

 

‑Mira Dominique, no es así como vas a gustar a los hombres. Tú no debes dar el primer paso, sino ellos, es la regla del juego.

 

‑¡Oh! Demasiado largo. ¡Al final acabas no conociendo a nadie! ¿Por qué? ¿Es que miro demasiado al monitor?

 

‑Sí, no deberías hacerlo.

 

‑Entonces ya no es divertido. Es agradable mirar a un chi­co guapo.

 

‑¿Cómo?

 

‑Pues que cuando veo a un chico guapo, le miro, y cuando veo a una chica guapa, la miro también.

 

Así expuse mi punto de vista. Y es cierto, disfruto mucho cuando miro a un chico guapo o a una chica. Porque si dejo de mirarlos soy yo quien se lo pierde. Pero, ya lo dije, lo hago de modo que no se note, y cuando los chicos me miran, me hago la indiferente, como si no me diera cuenta.

 

Viernes:

 

¡Al fin! ¡Ha salido el sol! Me levanté a las ocho y media. Estoy haciendo mi traducción de inglés. A las nueve y cuarto he ido a la habitación de mamá que acaba de despertarse. Ella me corrige las faltas de la traducción y me explica las frases que no entiendo. Me lavo el pelo y me lo seco al sol en la terraza. Lo tengo muy bonito. Me acomodo en la tumbona en mi pequeña terraza cubierta. Me coloco mi boina a lo Bonnie y escondo el mechón para despejar la frente y ponerme morena. El sol me quema la nariz. Para que se cure me pongo mucha crema. Estoy magníficamente bien. El sol es caliente. Pienso menos en Rodolphe, pero todavía pienso en él. Ayer vi el vestido de Jacqueline Dulac hecho por él. No está mal. Estoy bien. Me gusta el sol.

 

 

 

 

 

 

 

PROYECTO PARA UNA NOVELA CORTA

 

Personaje: Mujer regordeta y bajita. Rostro de rasgos mar­cados. Cincuenta años. De ella se desprende un aire de bondad. Delante de mí.

 

¿Os habéis encontrado alguna vez en un tren con una agradable señora enfrente, haciendo unas botitas de punto para bebé?

 

Pues el otro día tuve que viajar cuatro horas en tren para llegar a Lyon. Como soy de naturaleza curiosa y me gusta ob­servar a la gente, me puse a mirar a la única viajera de mi compartimiento.

 

Imaginaos una mujercita regordeta, con el rostro marcado por la edad, pero que reflejaba una expresión bondadosa. Al cabo de unos instantes, cansada de mirarla, tomo un libro y me sumerjo en una apasionante novela. Pero el tren traquetea mucho y me canso de leer. Entonces me doy cuenta de que mi vecina me mira con amabilidad sin dejar de hacer punto. Molesta por su mirada, me fijo en el paisaje, pero hace mal tiempo y no veo nada de interés. Sin duda hice alguna mueca o reprimí algún gesto de malestar, el hecho es que la señora del punto exclamó:

 

‑¡Ah, qué tiempo!

 

Yo esbocé una sonrisa de cumplido y, sin atreverme a ir más lejos, la miro cómo hace calceta, infatigable. Pero no puedo aguantarme y digo:

 

‑¡Qué bonito!

 

Y mi compañera dice, riendo de contento:

 

‑¡Sí! ¡Qué mimado estará mi nieto! ¡No podrá decir que no me cuido de él! ¡Eso sí que no! ¡Tiene unos piececitos tan lindos! Hay que cuidarlos, ¿no cree? A los nietos como a tus propios hijos, ¿no?

 

‑Sí... claro.

 

‑Fíjese, yo creo que hay que ocuparse de los niños desde que son muy pequeños. Si no, luego son muy desgraciados.

 

‑Deben de gustarle los niños...

 

‑¿Que si me gustan? ¡Los adoro! Mire, yo tuve una hija muy tarde y eso me hizo quererla mucho más, pues ya no podía tener más hijos. Y cuando pienso en esas mujeres que dejan a los suyos en manos de las ayas, que los meten en una guardería durante las vacaciones, se me revuelven las tripas. Porque si uno tiene hijos es para tenerlos a su lado. ¿No le parece, señorita?

 

‑Naturalmente...

 

‑Además, yo nunca dejé sola a mi hija. Siempre la cuidé. No la dejaba ni quitar la mesa. Trabajé mucho y siempre vis­tió como una princesa. ¡El Buen Dios no podrá decir que no fui una buena madre! ¡Ah, no, eso sí que no! Además, ¿sabe por qué la miraba hace un momento?

 

‑No.

 

‑Porque se parece usted a mi hija.

 

‑¿Ah, sí?‑ dije sonriendo amablemente.

 

‑Sí, ¿quiere ver su foto?

 

‑Sí, si no le importa.

 

 

 

París, 21 de marzo de 1968

 

Papaíto querido:

 

Son las tres de la tarde y estoy escuchando un disco de Brahms. Esta música es tan bella, tan maravillosa, que me siento sumamente bien y feliz. Es la Sinfonía nº. 3. Cada día me gusta más la música clásica. Y, de repente, he sentido ganas de hablar contigo. ¡Hace tanto tiempo que no nos vemos!

 

¡No puedes imaginarte cuánto te he echado de menos! ¡Te quiero tanto!

 

Pasé unas vacaciones magníficas. ¡Gracias! Todavía estoy morena. Hizo muy buen tiempo. Me hubiera gustado que vinieses a verme. Pero siempre estás de viaje y no paras de trabajar. Espero que en Túnez puedas descansar, pues entre tantas idas y venidas debes de estar fatigado. ¡Pobre y querido papá! Cuando pienso que te estás reventando de trabajar para nuestra comodidad, para que yo pueda tener un bonito piso, espléndidos vestidos, te quiero y te admiro apasionadamente. No sé si ya te lo habré dicho, pero encuentro que eres un padre maravilloso... guapo, amable, inteligente... ¡Formidable! Y me doy cuenta, llena de felicidad, que soy una de las hijas más queridas y más mimadas por su padre. (¡Y también por los que la rodean!)

 

Cuanto más dulce se hace la música, más ganas tengo de decirte que te quiero, que te adoro, que soy toda tuya. Y al contrario, cuando la música se hace violenta, siento en mí un deseo de venganza contra todos los que te hacen trabajar. En fin, que te quiero.

 

Ahora estoy escuchando la Quinta Sinfonía de Beethoven. ¡Es una maravilla! Tengo ganas de aprender a tocar el piano, ¿sabes? Me encanta este instrumento y sueño con interpretar a Chopin, a Lisa. Y a propósito de Liszt, ¿no podrías traerme de Túnez, el disco grande de Liszt que tienes? Aquí sólo tenemos uno pequeño. De momento, leo su vida. Es apasionante.

 

En Grenoble cogí algunos discos de casa de Émile y, sobre todo, cosas muy bonitas de casa de Lucette: una falda‑pantalón crema, ropa de cama, dos camisones, un suéter azul marino, una boina roja, un jersey rojo, otro de color naranja, una camisa preciosa de color rosa salmón. Estoy locamente feliz. Tengo un guardarropa completo. Ahora desafío a cualquier chica a que vista mejor que yo. Lo dejamos a deber, pues a mamá ya no le quedaba dinero. No te asustes, no sube mucho. Además, te costará mucho menos que si te hubiera pedido cada vez dinero para una falda o una blusa. En fin, que no puedes ni imaginarte la maravilla de ropa que tengo. ¡Es formidable!

 

¿Cuándo volverás de Túnez? ¡Tienes que verme como sea con mi ropa y tengo muchas ganas de verte!

 

En Grenoble fui a ver tu biblioteca con mamá. Es una maravilla. Me encantan los techos. Ahora me doy cuenta de que eres un gran arquitecto. ¡Y el interior! ¡Esas salas embaldosadas con mármol! ¡Ah! ¡Cuánto me gustaría tener una biblioteca así! Iría cada día. Por otra parte, es la única cosa bonita de aquel centro universitario. Van a construir nuevas ciudades, ¿sabes? Una al lado de Lyon, creo. Deberías ocuparte de ellas; puede ser un trabajo muy interesante para ti. Liliane conoce a la secretaria de Peyrefitte, ¿sabes? Esta noche vendrá a tomar el aperitivo. Estaría bien que os conocierais. Lo malo es que por la noche estás tan cansado que no puedes ni recibir a personas importantes. Pero ya empiezo a hablarte de negocios a ti, que te pasas el día trabajando; debo de estar cansándote. Vamos a ver, ¿qué podría decirte? Confiesa que hablo mucho.

 

Liliane y Jeanne están en casa. Son muy amables. Ayer, Jeanne me llevó a ver Benjamín Está muy bien. Algo exagerado, pero bien.

 

En París hace buen tiempo, es agradable, la gente de la calle anda con menos prisa y parece menos triste. Y hablo, hablo, pero tengo que dejarte para ponerme a trabajar... Me he despabilado al escribirte, pues tenía la cabeza llena de matemáticas. Te lo ruego, no te fijes en las faltas de ortografía. Te doy mil besos, mil veces, en tus mejillas que me encanta besar.

 

Dominique

 

 

 

París, sábado 23 de marzo. Las doce y media de la noche. Quince años y medio

 

Estoy en mi cama. Hace ya tiempo que abandoné mi Diario. No tenía ni tiempo ni ganas de escribir. Los días pasan y me sentía superada por la cantidad de cosas que tenía que contar. Lo malo es que en mis cartas explico lo que hago, y cuando llega el momento de escribir en el Diario, me da pereza contar otra vez lo mismo. Esta noche me siento cansada. Como mañana es domingo, ya escribiré durante el día.

 

Hoy he cogido el cuaderno porque tengo ganas de explicar mi velada.

 

Esta tarde fui a ver a Marianne Duranteau. Mamá se reunió con nosotras hacia las cuatro y fuimos al Bois de Boulogne. Marianne y yo íbamos atrás o mamá y Josane Duranteau delante. No queríamos molestarlas. De modo que nos quedamos un poco aparte. Luego fuimos a visitar la casa de la calle de Sévres. Queda muy bonita. Ha crecido el césped. Está limpia. Pero de eso ya hablaré otro día... creo que voy a parar, me siento demasiado cansada. Mi mano ya casi no escribe y me hace daño. Mañana reemprenderé el hilo de mis días.

 

 

 

Domingo, 24 de marzo de 1968

Las cinco y veinticinco de la tarde

 

Acabo de tomar el té con mamá, pero antes prepararé uno para Moncef y Alain, que están trabajando. Moncef, que es el sobrino del presidente Bourguiba, me parece, da clases de matemáticas a Alain, pues mi hermano acaba el Bachillerato este año. Además, Alain no irá a clase hasta el examen. Ya no quiere ir más a Louis‑le‑Grand. Mamá ya no dice nada, pues a la más mínima observación Alain se enfurece. De modo que mamá se calla y espera los resultados. Alain trabaja mucho y estudia hasta las dos de la madrugada. ¡Espero que apruebe el examen!

 

Así que ayer pasé el día en casa de los Duranteau. Por la noche, Josane vino a cenar a casa. Jeanne estaba allí. Iba en camisón, ya que lleva dos días con mucho dolor en la garganta. Laringitis. Hoy ha salido para visitar a su familia. Es muy guapa y muy amable. Cenamos muy tarde, ya que mamá quería calentar la paella del mediodía que Thérésa nos había preparado. Alain y yo estábamos negros, pues nos moríamos de hambre. Al fin, a las nueve y media, nos sentamos a la mesa. Hacia las diez menos cuarto llegó Philippe, tal como había anunciado. Yo lo recibo y exclamo:

 

‑¡Hola, Philippe!

 

Me da un beso.

 

‑¿Todo bien?

 

‑Sí, ¿y tú?

 

‑También, gracias. ¿Te quedas a cenar con nosotros? Hay paella. ¿Has cenado?

 

‑No.

 

Entra en el salón y le presentamos a Josane. Estamos mucho rato a la mesa porque mamá, Josane y Philippe hablan mucho. Sobre todo, Josane. Durante toda la velada casi no me miró, y eso que estaba a su lado.

 

Jeanne casi no hablaba. Parecía cansada, incluso de la compañía. Sobre todo, miraba la televisión en la que daban la segunda parte de la vida de George Sand. Luego, hacia las once y media, nos instalamos en los sofás. Philippe y Josane hablaban, hablaban... A mí no me molestaba, pero me sentí algo incómoda cuando Alain y Josane se pusieron a hablar de filosofía y mamá y Philippe se instalaron a la mesa para hablar de una obra que Philippe le había pedido a mamá que leyera para darle su opinión: Hitlera.

 

En fin, que estaba fuera de juego. Jeanne se había marchado a acostarse. Eran las doce. Me fui a verla. Se estaba peinando en el cuarto de baño. Me preguntó:

 

‑¿Te gusta ese Philippe?

 

‑¿Por qué? ¡Es ridículo! No veo por qué... Somos amigos, nada más.

 

‑¡Ah, ya... porque es bastante guapo!

 

Yo sonreía a sus preguntas. Se metió en cama y me dijo:

 

‑Es guapa esa mujer.

 

‑¿Te parece?

 

‑Sí, tiene un perfil... ¿No la encuentras guapa? Sus ojos...

 

‑Sí, tiene unos ojos muy bonitos... Sus pupilas.

 

‑Pero ¡cuánto habla! ¡No para!

 

‑¿Por qué? ¿A ti no te gusta? Hay personas a las que les gusta hablar, a otras les gusta escuchar.

 

‑Sí, pero creo que todo el mundo debe decir algo, para dar su opinión.

 

Esto me chocó y molestó, lo confieso. Además, desde hace un tiempo me siento distinta ante ella. Antes, cuando era pequeña, la admiraba enormemente y me moría de ganas de parecerme a ella. Ahora se acabó. Sólo habla de la moda, de cosas fútiles. No puedo tener una conversación sobre literatura con ella. Es una lástima.

 

Leyó la obra de mamá. Y me dijo:

 

‑Está bien. Pero no entiendo por qué tu madre ha escrito eso.

 

Yo le expliqué que incluso los profesores más ilustres temían que un día, dentro de mil, de dos mil años, hubiera campos de explotación; que si el trasplante de corazón hubiera existido cuando Hitler estaba en el poder, en vez de exterminar a los judíos, los hubiera explotado. Después de todas mis explicaciones, dijo más o menos esto:

 

‑La obra de tu madre está muy bien, pero no entiendo por qué lo ve todo tan negro. Hay que tomarse la vida por el lado bueno. Ya es bastante triste de por sí en ciertos momentos, para ir a buscar campos de exterminio. ¿Por qué la ha escrito? ¿Qué quiere decir?

 

Y entonces le expliqué lo que me preguntaba. Luego, me dijo:

 

‑De todas formas, a ti te gusta e irás a verla porque es de tu madre. Pero a mí me dirán: hacen una obra sobre los campos de concentración y no iré a verla. ¡No es divertido!

 

Esto es lo que me dijo. Luego, como se disponía a leer, me fui al comedor. Seguían hablando cada uno por su lado. Antes, Josane había hablado de Nicolas Dumayet contándonos que seguía unos cursillos de teatro. Me gustaría volverle a ver. Hace tiempo que no le veo. Me acuerdo, cuando él tenía doce años y yo once, me parece, de que me envió una carta en la que me decía que le gustaría volver a verme, que yo le había gustado, que le agradaría que bajara un día para pasear los dos y para que pudiera «besarme en los rincones oscuros», como decía. En el sobre había escrito: Personal, con letra pequeñita. Por otra parte, fue Alain quien me lo dijo cuando le enseñé la carta riendo. No me había fijado. Después de leerla Alain, la rompí en dos (la carta). Yo quería tirarla, pero Alain me dijo:

 

‑¡No! ¡Deberías enseñársela a mamá!

 

Es lo que hice. A ella no le gustó la cosa. Estuvo a punto de llamar a la madre de Nicolás. Luego, se le ocurrió la idea de mandar de nuevo la carta pero escrita de su puño y letra. Él debió entender y nunca volvió a escribir.

 

Pero me aparto de lo que decía. De modo que todos hablaban y nadie se ocupaba de mí. Yo llevaba el cuento que había escrito y quería que Philippe lo leyera. Pero mamá y él estaban hablando muy en serio. Entonces puse un disco mientras esperaba a que terminasen.

 

Confieso que dudaba en enseñar mi cuento. Cuando acabaron, le dije:

 

‑¿Has leído cl cuento que escribí?

 

‑No.

 

‑¿Quieres leerlo?

 

Le tendí las hojas. Como parecía algo desorientado, le pregunté:

 

‑¿Tienes tiempo? ¡Es muy corto!

 

Él consultó el reloj y me contestó:

 

‑Sí, tengo tiempo todavía.

 

De repente, me quedé helada, simplemente porque había consultado el reloj con un gesto de tedio. Luego empezó a leer. Yo le miraba. Entonces Josane contó a voz en grito:

 

‑¿Sabéis lo que me pasó? El otro día llega mi hijo, muy orgulloso, y me anuncia: Mamá, me han expulsado por un día. Yo, asustada, le pregunté: Pero ¿qué has hecho?

 

‑¡Yo no tengo la culpa de que el maestro no sepa hacerse respetar!

 

Nos reímos, y Philippe, que creía que estaba concentrado en mis hojas, se puso a reír también. ¡De modo que escuchaba mientras leía! Eso me contrarió. Luego, mamá le interrumpió en su lectura y le dijo:

 

‑Mira, para tu recensión quiero, 1 .‑Hitlera, 2.º ..., etc.

 

Durante cinco largos minutos. Luego se dio cuenta de que estaba leyendo lo mío y se alejó.

 

Cuando terminó, me miró muy serio. Yo le pregunté:

 

‑¿Qué, te gusta?

 

Me desorientaba un poco. Me miró a los ojos y me preguntó: ‑Lo que has escrito, ¿lo has vivido, lo has imaginado?

 

‑¡Oh, no! ¡No lo viví! ¡Es pura imaginación!

 

‑¿Y por qué lo escribiste?

 

‑¡No sé! ¡Porque sí! Al principio pensaba escribir una no­vela. Es sólo una escena. ¿Por qué? ¿No te gusta?

 

‑No es eso, ¿a ti te gustaría ser Frédérique?

 

‑No lo sé. ¡Sí! Quizá me hubiera gustado...

 

En fin, que le contestaba cosas muy ambiguas y me miraba con un aire extrañado.

 

‑Lo que te reprocho es que pasas demasiado deprisa de una cosa a la otra. Tu personaje es demasiado saltón. Habría que desarrollar cada una de sus ideas. Y escribir páginas y páginas.

 

‑¡Pero lo hago precisamente porque no quiero que se me parezca!

 

‑Oye, ¿estás escribiendo un Diario?

 

‑Sí.

 

‑¿Cuándo?

 

‑¿Cómo cuándo?

 

‑¡Sí! ¿Cuántas veces por semana? ¿Escribes cada día?

 

‑Casi, cuando ocurre algo, cuando tengo ganas, cuando estoy angustiada...

 

‑Acostúmbrate a escribir cada día.

 

‑¿Cada día? No me veo capaz. ¡Hay días en que no tengo ganas!

 

‑Esfuérzate. Escribe cinco, seis líneas. Si puedes escribir cuatro páginas, mejor. De este modo lo verás todo más claro, podrás completar tu personaje.

 

‑¡Pero yo no quiero! ¡Así es aburrido! ¡Además, Frédérique no soy yo!

 

‑Acostúmbrate. Explica cualquier cosa. Cómo te levantaste, cómo encendiste la luz del cuarto de baño, cómo estaba el té. Eso te ayudará. Escribe cada una de tus ideas.

 

‑De acuerdo, pero me ocurre algo espantoso. Ahora, cuando te... (quería decir cuando te veo), si, cuando me encuentro con alguien, me pregunto...

 

Se levantó. Cogió el abrigo, se volvió hacia mí y me dijo:

 

‑Tengo que marcharme. Es tarde. Ya me has entendido, escribe todas tus ideas.

 

‑Pero es lo que te decía, en el momento en que hablo con alguien ya pienso en lo que voy a escribir en mi Diario. Me digo: ¿Qué pienso de él, en qué pienso? ¡En fin, que ya no pienso en nada! ¡A fuerza de pensar en lo que voy a pensar!

 

‑Está muy bien.

 

¡Y ya está! Luego se despidió de Josane a la que dijo:

 

‑Encantado.

 

‑Igualmente.

 

‑Estoy contento de haberla conocido. Decididamente, todas las amigas de Mireille son agradables. Espero que tendremos ocasión de volvernos a ver.

 

‑¡Seguro! ‑dijo mamá, sonriendo.

 

‑¡Es usted demasiado amable!‑ contestó Josane, sonriendo a Philippe.

 

‑¡No, yo digo lo que pienso de veras!

 

Sonreía. Me dio las buenas noches, mientras me daba un beso y me decía sonriendo:

 

‑¡Esfuérzate!

 

‑¡Soy incapaz!

 

‑¡Vamos, por cuatro o cinco líneas!

 

Mamá le acompañó a la puerta. Yo estaba decepcionada porque no me había hecho el más mínimo cumplido, ni sobre mí, ni sobre lo que había escrito. Alain y yo dimos las buenas noches a Josane y a mamá, que seguramente seguirían charlando hasta las tantas de la noche. Cuando me acosté, eran por lo menos las doce y media. Leí un poco de la vida de Liszt, hasta la una aproximadamente.

 

Pero estamos a domingo por la noche y son cerca de las doce y media. Hace un poco, a petición mía, Alain me ha dado una boquilla. Tenía ganas de tener una porque en la película de la noche, A escape libre Jean Seberg llevaba una, con Belmondo.

 

Me duele la mano. Esta noche, Alain, me ha dicho que estaba guapa. Le repliqué, en broma, que todos éramos guapos en la familia. Me contestó:

 

‑Sí, pero es otro tipo de belleza. Tú eres muy guapa.

 

Yo llevaba mi bonito pijama de satén negro y los cabellos peinados en cola de caballo.

 

Ahora voy a dejar de escribir; noto cómo la fatiga me invade hasta la punta de los dedos.

 

 

 

Lunes 25 de marzo de 1968. Once y media de la noche

 

Desde esta mañana me duele la garganta. Es desagradable. Seguramente me contagió Jeanne. Ahora que se ha marchado a Grenoble, Alain y yo tenemos la gripe.

 

Jeanne se marchó esta mañana hacia las diez, me parece. Yo dormía. Me desperté sobre las once. La noche pasada soñé una cosa muy desagradable. Estaba en el hospital y en la es­cuela al mismo tiempo. Iba a la enfermería y me decían: «Has adelgazado demasiado; eso no es normal, vamos a examinarte».

 

Y me hacían el examen, que resultaba muy doloroso. Me hun­dían una paja en la oreja y la hacían penetrar muy hondo. Después de esta dolorosa revisión volvía a clase y me dolía mucho el oído izquierdo. Más tarde me decían: «El examen no ha ido bien, hay que volver a empezar». Naturalmente tenía que retrasarlo porque todavía me dolía mucho el oído.

 

Menos mal que me desperté antes del otro examen, pero en el primero sufrí de verdad y no creo que me haya ocurrido lo mismo en mi cama esta noche.

 

A mediodía se lo conté a mamá y cuando le dije: «Me dijeron que había adelgazado demasiado», me miró y contestó: «¿Ves cómo no comes lo suficiente?» Y lo mismo sobre los oídos:

 

‑¡Seguramente ocurrió de verdad! ¡No tenías que haber estado tanto con Jeanne! ¡Te pasas el día pegada a sus faldas! Ha debido pegarte sus microbios!

 

Y eso es lo que ocurrió. No es que cuente nada apasionante. Esta tarde no salí. Hacía mal tiempo y no tenía ganas de vestirme. Andaba con mi viejo pantalón de satén negro y el jersey naranja. Me sentía formidablemente bien. Me gusta estar cómoda en casa. De las dos a las cuatro, seguí una lección de «mates» con la chica au pair, quien a cambio de la habitación de la criada me da una hora o dos de clases al día. Es muy amable y me ayuda mucho en los deberes.

 

Luego escuché música clásica: las sinfonías números 2 y 5 de Beethoven. Nocturno de Chopin, Sueño de amor de Liszt. Un Concierto de Bach.

 

Era muy bonito. Ahora soy una fanática del piano, y de aquí a unos meses, cuando estemos instalados en la casa de la calle de Sévres, tendré uno en mi habitación. Aquí no hay sitio. Mamá me previno cuando yo le dije:

 

‑¡Pobrecitos, cómo os voy a poner la cabeza con mi piano!

 

‑¡Pronto te cansarás!

 

¡Ya veremos si mi pasión ganará! Pero ya es hora de dormir. De hecho, me olvidé contar que toda la tarde me paseé por el piso con mi boquilla (y un pitillo apagado) en la boca. ¡Lo encuentro sensacional!

 

 

 

Martes 26 de marzo. Once de la noche. Edad: Quince años y medio

 

Hoy, como de costumbre, me levanté tarde. Después de comer, la chica me dio clase de «mates». Una clase de media hora, pues llegó con retraso y tenía sus propias clases a las tres. Estudia Derecho. Luego, como lucía un sol espléndido, estuve en el balcón al menos tres cuartos de hora. Tenía la intención de trabajar, pero no podía, quería que los rayos penetraran en mi piel. Me puse la crema de tortuga, la maravillosa crema de tortuga. Con una cinta de color naranja, me até la melena detrás y, como llevaba también el suéter naranja y el pantalón de satén negro, morena como estoy, estaba muy bien.

 

Más tarde arreglé mi habitación. Clasifiqué todos mis cuadernos, así como las fotos de moda y de cine recortadas. Tengo muchas de Brigitte Bardot, Alain Delon, Michéle Mercier, Ingrid Bergman, Catherine Deneuve.

 

También tengo un álbum mamá y un álbum papá mucho más extenso.

 

Ahora todo está en orden y mañana podré ponerme a trabajar de firme.

 

Hoy acabé de leer Los bajos fondos, de Gorki. Es una obra impresionante. Creo que entendí el pensamiento de Gorki; lo que quiso decir es que nada resiste ala miseria. Todo se rompe ante ella incluso un amor incipiente.

 

Esta noche dieron por televisión una obra de Armand Salacrou: Rue Durand. Era la vida de Jules Durand, anarquista y revolucionario, obrero en las minas de carbón. Incitaba a sus amigos a la huelga. Era un hombre honesto y sobrio, que deseaba la felicidad de los hombres. Se declaró una huelga. Pero a pesar de todo hubo obreros que siguieron trabajando. Uno fue muerto por los huelguistas. El capataz que le había dado la pistola con la que se defendió y con la que disparó la víctima, para no tener problemas con la policía, inventó falsos testimonios con la ayuda de los enemigos de Durand. Jules Durand fue sometido a un juicio y fue condenado a muerte, acusado de tender una trampa a la víctima y matarla por medio de unos cómplices. Pero cuando se enteraron de la sentencia, todos los obreros del mundo hicieron huelga. Jaurés, Anatole France y muchos otros pidieron clemencia y al final fue indultado. Pero ¡resultó inútil! Jules Durand se volvió loco en los calabozos y pasó el resto de sus días en un asilo.

 

En la actualidad, en París hay una calle que lleva el nombre de Jules Durand: ¡la calle Jules Durand!

 

La obra estaba muy bien interpretada, pero la vida de Jules Durand fue realmente espantosa e injusta. ¡Me parece maravilloso que la televisión permita que la gente no olvide a los héroes y a los inocentes que murieron por la felicidad de los demás!

 

 

 

Miércoles 27 de marzo de 1968. Once y diez de la noche.

Edad: Quince años y medio

 

Esta noche me siento cansada. Hace poco salí a la calle. ¡Hacía tan buen tiempo que parecía verano! ¡Un verano parisino, claro está! Me puse el vestido de punto azul marino. Debajo llevaba el suéter rojo; con mi boina roja quedaba muy bien.

 

En el Monoprix compré un monedero de plástico rojo. Me costó un franco con cincuenta y es muy bonito. Compraré más: uno rosa para combinarlo con mi blusa rosa, otro naranja para mi suéter naranja, etc.

 

Me olvidé de que encima de la ropa llevo una cadenita dorada con perlas en las puntas. ¡Falsas, por supuesto, pero es una maravilla!

 

Voy a dejar de escribir porque es tarde y todavía quiero leer un poco.

 

 


Viernes 29 de marzo, las dos de la tarde

 

Hoy estoy muy triste. Tengo una ligera gripe y me quedaré en cama hasta las cuatro pues la chica viene a las cinco para la clase. Hace un día espléndido. Yo, con mi gripe, prefiero no salir. Esta mañana estaba contenta, pero pasó lo siguiente:

 

Ayer por la mañana, mamá y yo recibimos un sobre que contenía dos invitaciones para ir a un concierto. Un magnífico concierto en el Studio de los Champs‑Elysées, en la avenida Montaigne. Yo estaba encantada. Nos las había mandado Martine Cadieu, pues mamá le dijo que me había convertido en una apasionada de la música clásica y que tenía ganas de asistir a conciertos.

 

De modo que estaba muy contenta. Pensaba ir con la chica, pues mamá salía aquella noche con Philippe. Iban al TNP a ver La Baye.

 

Estaba loca de alegría ante la idea de asistir a mi primer concierto. Interpretaban a Beethoven. Me encanta Beethoven. Pero dos horas más tarde, Philippe telefoneó a mamá para decirle que Lydie no había podido conseguir una entrada para mí para ir a ver L'école des Femmes, representada por una pequeña compañía. Luego le dijo que había conseguido otra entrada para llevarme al TNP esta noche. ¡Naturalmente, acepté; mi pasión por el teatro está muy por encima de todo lo demás!

 

Estaba muy contenta y al mismo tiempo decepcionada por no poder asistir al concierto.

 

Fuera, por la noche

 

Salida del teatro del TNP. Paseo por la gran plaza de mármol, desde donde se puede contemplar la torre Eiffel iluminada. Hace buen tiempo. Mucha gente pasea. Cuando llego a la balaustrada, ante aquel maravilloso espectáculo, tengo ganas de permanecer horas inmóvil. Es la primera vez que veo la torre Eiffel iluminada. Me gusta más que de día. El cielo es azul. Los jardines están iluminados... Como respetuosos ante una noche tan suave, tan bella, los paseantes hablan en voz baja. En París, una noche como esta es un raro placer. Voy delante de mamá y de Philippe. ¡Me gustaría estar sola, tener todo ese espectáculo, toda esta terraza para mí sola! Me siento bien. Tengo ganas de quedarme. Me gustaría tener una tumbona e instalarme cómodamente en la suavidad de la noche. Philippe nos invita a tomar algo en un café con terraza. Las terrazas están repletas de gente. Encontramos sitio. Delante...

 


Sábado 30 de marzo

 

Espero a Jean‑Luc. Le llamé esta mañana después que su madre, que está en Lyon, me dijera que había venido a París.

 

Me ha dicho:

 

‑Iré a verte esta tarde.

 

‑Es que tengo una clase de tres a tres y media, ¿sabes?

 

‑¡Bueno! Entonces iré hacia las cuatro. Pero trataré de ir ahora. Son las once y, según cómo Alex piense emplear el tiempo, procuraré arreglármelas.

 

‑De acuerdo.

 

‑De todas formas, si esta mañana no puedo, iré esta tarde. ‑Muy bien, hasta ahora.

 

Me vestí esperando que viniera. Pero no lo hizo. Por la tarde tampoco. Lo esperé hasta las siete. No trabajé. Por la noche, muy tranquila, le telefoneé. No estaba nerviosa, pero sí molesta por haber perdido todo el día y no haber ido a la biblioteca. Se puso al aparato.

 

‑Hola, Dominique. No pude ir. Tenía mucho que hacer.

 

‑Ya lo vi. ¿Podías haber llamado?

 

‑¿Por qué? ¿Me esperabas?

 

‑¡No! En fin, como me dijiste que vendrías hacia las cuatro...

 

‑¿Yo te dije eso?

 

‑¡Sí!

 

‑¡No, yo te dije que quizás iría! ¡No tenías que haberme esperado!

 

‑¡Te aseguro que sí!

 

‑¡No, no!

 

‑De acuerdo, admitámoslo. Sin embargo, me habrías podido llamar para decirme que no vendrías a verme. Es fácil, ¿no?

 

Se lo dije con amabilidad. Al fin me contestó:

 

‑¡Bueno, lo siento!

 

‑¡No tiene importancia!

 

‑¿A qué hora te levantas por la mañana?

 

‑¿Cómo?

 

‑Sí, ¿a qué hora te levantas?

 

‑¡No sé, sobre las diez!

 

‑¡Bueno, entonces iré mañana hacia las diez!

 

‑Mira, el domingo los franceses duermen. Prefiero que vengas de diez y media a once. Pero si no has de venir, ¡llámame!

 

‑¡De acuerdo, hasta mañana!

 

Domingo 31 de marzo

 

Jean‑Luc ha venido. Hemos hablado. Cuando le dije que era una fanática de la música clásica y que aprendería a tocar el piano, se ha quedado de piedra. Me ha criticado. Me ha dicho que no era bueno para mí frecuentar a las amigas de mamá.

 

Durante los días que ha permanecido en París, fui a ver al día siguiente El valle de las muñecas, una película americana sobre las pastillas que drogan. Estaba muy bien. Parece que el libro de donde se ha sacado el guión tuvo tanto éxito como Lo que el viento se llevó. Aquel día salí con Jean‑Luc y Bernard, el primo de Jean‑Luc. Ha cambiado mucho. Hace dos años era rubio, muy guapo; ahora se ha hecho un hombrecito. Tiene granos en la cara. ¡La mala época! Creo que tiene quince o dieciséis años.

 

Antes de la partida de Jeanne y de Jean‑Luc, salí una noche con ellos y vi Les biches, no apta para menores de dieciocho años. ¡Una historia de fulanas!  ¡No estaba mal!

 

 

 

Martes 2 de abril

 

¡Ya! ¡Cómo pasa el tiempo! Hoy hace un día espléndido. ¡Qué agradable!

 

El otro día no escribí lo que quería. Estaba triste: porque, al día siguiente, Martine Cadicu había invitado a mamá al teatro de los Champs‑Elysées, allí donde daban el concierto. Como estaba la puerta abierta, lo oí todo. Cuando colgó, me dije: Vendrá a verme. ¡Martine no se enfadó porque me invita otra vez!

 

Pero me sentí muy desgraciada cuando mamá fue al salón sin venir a verme.

 

En fin, que me equivoqué, pues mamá me ha contestado cuando le pregunté si saldría por la noche:

 

‑Sí, con Martine.

 

‑¡Ah!

 

‑A ver una ópera; la próxima vez irás tú.

 

‑¡Gracias, pero no me gusta la ópera!

 

Cuando ella me dijo: la próxima vez irás tú, me di cuenta que me había equivocado y que mamá seguía queriéndome lo mismo.

 

Al día siguiente me explicó que la ópera había sido espantosa. La gente estaba de pie sobre el escenario, sin interpretar nada. Nada de decorados, ninguna dirección. Además, hablaban en italiano y ellas estaban demasiado lejos. Se aburrieron y se marcharon en el entreacto.

 

De modo que no me perdí nada..

 

 

 

Sábado 8 de abril

 

Me levanto a las nueve y media. Desayuno con papá. Annie duerme en la habitación de Alain. Hacia las once estudio español hasta las doce y media. Trabajo desde la una y media hasta las tres y media. Voy con Annie al Monoprix. Postales. Huevos de chocolate. Hacia las cinco tiene que venir Serge. A las cinco y media, Philippe llama a mamá y le dice que viene enseguida. Serge llega con Philippe. Le doy un beso. Habla.

 

 

 

 

Ahora es el segundo de a bordo en el Grenier de Toulouse. Nos cuenta su vida. Me mira a menudo. Se fija mucho en mí. Su mirada es atenta. Cuando me mira Philippe, sus ojos son muy dulces. Es curioso, pero pienso que quizás un día sea de uno de los dos. Pero ¿de cuál? ¡Los dos me gustan por igual! Cuando habló de la compañía que montaba, de las oportunidades que' tuvo desde que se instaló en París, me dijo:

 

‑¡Ya ves, llegarás justamente en el momento en que tenga mi propia compañía!

 

Me lo dijo con una sonrisa muy amable, como si diera a entender: «Puedes confiar en mí». Luego le pregunté:

 

‑Dirne, Serge, a partir del mes de septiembre, ¿podré seguir un curso de vocalización?

 

‑Sí, hablaremos de ello. Te prometo que en septiembre empezarás.

 

‑¡Menos mal, ya estaba harta de esperar!

 

‑¿Sigues con la idea de hacer teatro?

 

‑Sí, insisto en ello.

 

Es divertido, pero cada vez que Serge habla de mí, me sonrojo. Con Philippe no me sucede.

 

Más tarde, Philippe me miró y me dijo:

 

‑Todavía tengo tu cartera; no me puedo separar de ella, ¿sabes? Me trae suerte.

 

Yo estaba roja de confusión. Me gusta que me hagan cumplidos, pero detesto ponerme colorada.

 

‑¿Ah sí? ‑le contesté yo‑. ¡Pues quédatela! ¡Espero que no te traerá desgracia!

 

‑¡No! Dondequiera que vaya me trae suerte. ¿Puedo quedármela?

 

‑¡Claro!

 

Me sentía muy confundida y feliz al mismo tiempo.

 

Luego Serge, que hablaba con mamá, dijo:

 

‑¿Sabes? Philippe se volvió masoquista y se pasó toda una velada repitiéndose: «¡No sé nada, soy un inculto, no soy nadie!» ¡Y así hasta las cuatro de la madrugada!

 

Todos estallamos en carcajadas, y yo le dije a Philippe:

 

‑¿Todavía tienes mis libros? Naturalmente, no los habrás leído aún ‑dije burlona.

 

Entonces intervino Serge:

 

‑Me sorprendió que Philippe tuviera aún tu cartera. Le miré y le dije: Pero si es la cartera de Dominique, ¿todavía no se la has devuelto? Ahora es su amuleto, ¿sabes?

 

‑Sí, me la quedo. Me la regaló.

 

‑Entonces tendrás que darle algo a Dominique a cambio.

 

‑¡Oh no, no quiero nada, no hace falta! ‑exclamé yo, roja como un pimiento.

 

Me sentía terriblemente incómoda. Luego Serge prosiguió:

 

‑Espera... ¿qué podrías regalarle?

 

‑¡Eso a ti no te interesa! ‑le contestó Philippe.

 

El «eso a ti no te interesa» lo pronunció con calma y firmeza a la vez. ¡Qué mal me sentía!

 

Después, Serge cambió de conversación. Le sugirió a Alain que se mandara hacer unas botas con carteras viejas.

 

Luego, charlaron un rato, y cuando se marcharon, bajé con ellos porque tenía que comprar el pan. Bajamos la escalera, Serge y yo, delante. Serge me dijo:

 

‑¡Qué pereza me da ir a casa de mis padres, sobre todo cuando no tengo ganas de verlos! ¡Y tengo que visitar a tanta gente!

 

‑Tienes muchas cosas que hacer y muy poco tiempo.

 

Detrás de nosotros, Philippe bajó la escalera dando tumbos y gritó:

 

‑¡Estoy completamente borracho!

 

Nos echamos a reír. Creo que yo dije:

 

‑¡Vaya, fantástico, veo que adquieres muy buenas costumbres en casa!

 

Y Serge:

 

‑Vamos a ver al doctor Z.

 

Me reí con ellos, pero hasta el primer piso no me di cuenta de que había una estera en la que estaba escrito: doctor Z.

 

‑¡Caramba, nunca me había fijado!

 

‑‑Pues nosotros vamos a verlo enseguida. Tú primero... ‑dijo Serge.

 

Delante de la tienda, me despedí de ellos. Serge me dice:

 

‑Hasta el miércoles.

 

Por la noche, televisión. Eurovisión. Gana España. En los últimos cinco minutos. ¡Qué lástima! Papá se mete en la cama hacia las once.

 

 

 

Jueves 11 de abril

 

Son las once y media y muy pronto voy a apagar la luz. Tengo muchas cosas que contar. Ayer pasé una velada maravillosa.

 

Salí con Serge, mamá y Philippe a ver Les yeux crevés, con Alain Delon, Marie Bell, Jacques Dacqmine.

 

¡Me sentía feliz, feliz! Philippe y Serge habían recibido las invitaciones aquella misma mañana. ¡Y como sabían que adoro a Alain Delon! Además, Serge me preguntó si la había visto y yo le contesté que no.

 

De modo que fuimos. Yo me había maquillado un poco. Tan poco que tuve que hacérselo notar a Philippe para que se diera cuenta. Llevaba mi vestido azul de punto con una blusa de seda debajo, regalo de mamá y hecha en Yugoslavia. Las mangas son huecas y el cuello está bordado a mano. Me peiné con una cola de caballo.

 

Era una obra sobre una pareja de tres. Un joven y un viejo invertido y una mujer mayor.

 

Era muy atrevido, pero interpretado maravillosamente. Mamá detestó el primer acto. Se le revolvía el estómago. A mí me gustaba, pues Alain Delon estaba muy guapo... Estoy contenta, no sé, temía que me decepcionara y no fue así. Es tan bueno en el teatro como en el cine.

 

Marie Bell es una mujer admirable. Es la primera vez que la veo actuar. Debe ser una mujer maravillosa en la vida real. De los tres actores, era la mejor. Sus palabras eran exactas. Estuvo divina.

 

Pasé una noche realmente sensacional. Pero confesaré que me contrarió un poco que ni Serge ni Philippe me hicieran ningún cumplido. ¡Ya sé que no está bien por mi parte buscarlos, pero me he acostumbrado con tanta facilidad!

 

Para la señora Cacoub a la hora del desayuno, que espero sea agradable.

 

Mil besos a mi mamá en sus mejillas de piel tan suave que me gustaría estar besándolas todo el día.

 

Érase una vez una niña que adoraba a su mamá

 

La mamá también la quería

 

En fin, que las dos se querían mucho

 

¿Qué ocurrió después?

 

El destino nos lo dirá! ¡O, más bien el futuro!

 

Señora Cacoub, debería saber que su hija la adora. Señora, su hija le da un fuerte, muy fuerte abrazo.

 

 

 

París, 12 de abril de 1968

 

Querida mamá:

 

Es la una menos cinco de la madrugada. Esta noche nos hemos acostado muy tarde. Como puedes ver, te escribo, tal como te lo prometí. ¡Sólo cuatro palabras; tengo muy poco espacio! Es divertido; hace años que no te había escrito. Además, creo que como tengo poco tiempo para hablar contigo, desearía que supieras de los tiernos sentimientos que me inspiras. Debes saber que te quiero y te admiro con todo mi corazón. Incluso si alguna vez no soy amable contigo, me lo tienes que perdonar; después siempre me arrepiento, ¿sabes? De todos modos, no sabría decírtelo ni excusarme; no puedo, no sabría cómo expresarme. Estoy muy contenta de tener una madre como tú, ¿sabes, mamá? Debes saber que siempre seré una de tus mayores admiradoras. Respeto y me gusta profundamente lo que haces. Te deseo felicidad, suerte y éxito.

 

¡Tu Dominique que te quiere!

 

A la señora Cacoub o más bien... a la señora Boccara.

 

Querida mamá:

 

Acepta este modesto presente que te ofrezco en honor a tus cuarenta años. Te deseo mil años de felicidad y de salud. Debes saber que, pase lo que pase, siempre estaré a tu lado.

 

¡Feliz cumpleaños!

 

Te doy un beso muy fuerte, querida mamá.

 

Mi corazón desborda de amor por ti.

 

Tu hija que te quiere,

 

Dominique

 

 

 

París, 29 de abril de 1968. Trece horas

 

Querido papá:

 

Antes de ir a visitar a mi profesor de francés del liceo de Vanves, dedico estos minutos a escribirte. Antes que nada, te haré mi pregunta de costumbre: «¿Cómo estás?» Ayer, por teléfono, parecías cansado y tu voz denotaba fatiga. ¡Te lo ruego, después de tantos viajes en una semana, descansa un poco! Me parece injusto que la mayoría de la gente que trabaja dediquen el fin de semana a descansar, mientras que tú, el domingo, sigues en la oficina. Debes pensar: « ¡Nunca va a enterarse de que hay que trabajar duramente para ganar dinero!» No es verdad, papá; ya lo sé, y que si trabajas mucho es por nosotros. Creo que nunca podré agradecerte bastante la felicidad que me has dado. ¡Tendría que estar besándote todo el día! Sólo puedo darte una cosa a cambio: mi amor, mi ternura, mi admiración por ti. Quizá te parezca poco, pero, para mí, es mucho. ¡Basta de hablar de mí! ¡Pasemos a otra cosa!

 

¡Ah, sí, ayer fue el cumpleaños de mamá! Las dos nos pusimos muy contentas de que nos llamaras desde Túnez, de que te acordaras. Nos sentíamos tristes de encontrarnos solas y confieso que tu llamada telefónica nos puso de buen humor. Luego, hacia las once, salí a comprar veinte gladiolos blancos y rosas, y cinco rosas baccara. Pegué tu carta en el papel y encargué que las enviaran a casa. Luego compré un pastel con cuatro velas y margaritas blancas. Cuando volví a casa no puedes imaginar la cara de felicidad que ponía mamá. Al principio estaba algo inquieta y no cesaba de repetirme: «¿De verdad que no has dicho nada a tu padre?», o bien: «¿No fuiste tú quien le dijo que me gustaban las flores blancas?» Pero cada vez se lo negaba y le dije que los dos habíamos elegido las flores y que la idea había sido tuya, etc.

 

Creo que hemos ganado. Ayer estaba loca de alegría y eso es lo esencial, ¿no? De modo que te lo ruego, sigue el juego y haz como si hubiéramos estado de verdad en la florista. ¿Quieres? Porque una de las cosas más importantes del mundo es saber hacer felices a los demás. Un beso muy fuerte. Mi corazón desborda de amor por ti. Te quiero.

 

Tu Dominique

 

Pienso en ti. Mil besos. Me siento locamente feliz entre tú, mamá y Alain. Te quiero hasta la locura. Espero que vuelvas pronto a casa. Te esperamos. Hasta pronto.

 

Tu Dominique que te quiere, que te quiere, que te quiere...

 

 

 

Sábado 4 de mayo 1968. Las seis de la tarde

 

Estoy muy avergonzada por no haber escrito durante tanto tiempo. Pero no tenía ganas. Sentía demasiada pereza. Ahora me fastidia porque me olvidaré de contar muchas cosas.

 

Ante todo, debo decir que en estos instantes me siento locamente feliz porque para mis dieciséis años (que voy a cumplir mañana), mamá me ha regalado un caballete. Es muy fino, ligero y plegable. Además, es un caballete de campo. Se puede instalar en cualquier parte, pues lleva un clavo al final de cada pata. AL principio, mamá no se decidía porque temía que dañase la moqueta. Pero, como es práctico; nos lo quedamos. En la tienda me sentía muy orgullosa como principiante de la pintura. Un chico me miraba, así que redoblé mi atención hacia el caballete. Sí, ahora soy una apasionada de la pintura y, sobre todo, del dibujo. Todo empezó en los Dos Alpes cuando copiaba algunos dibujos de modas. Luego, el 30 de abril por la noche, copié dibujos del gran libro de mamá que contiene las obras de Musset, ilustradas con excelentes dibujos que me provocaron las ganas de dibujar. Los hice con gran facilidad y confieso que no me lo esperaba. Para mí fue como una revelación. Luego me cansé y permanecí en cama con una novela que no dejé hasta acabarla. Tenía ganas de escuchar la radio, pero ninguna de mis dos radios funcionaba. El 2 de mayo, como me encontraba mucho mejor, dibujé por la tarde la casa de enfrente y me salió muy bien. Luego, por la noche, hice dos retratos de Thérésa y pinté la cabeza de una monja en negro. Ayer dibujé el ramo de rosas y margaritas que hay encima de la mesa. Hoy he dibujado una bailarina. Empleé mucho rato, pues todavía no tengo práctica en dibujar de memoria. Luego llegó mamá y fuimos a comprar el caballete. Le di un beso muy fuerte a mamá. También me he comprado una tela (no es de las de verdad, pero, de todas formas, es una tela) y papel grueso. Luego me dijo que me regalaría la espléndida caja de pinturas que tenía en casa de sus primos. La reclamará. ¡Es tan amable ¡Y tan guapa!

 


Domingo 5 de mayo de 1968. Dieciséis años.

Once y cuarto de la noche

 

Estoy en mi cama. Miro la hora en el reloj que me regalaron Darío y Jacqueline. Es cuadrado. La esfera es azul, blanca y roja y hace un ruido infernal. Tengo un despertador cuyo tictac suena más flojo. ¡Los dos a la vez es infernal! Me levanté para dejarlo encima de la mesa. ¡Bueno, ya tengo dieciséis años! Confieso que echo de menos mis quince años. Pero en fin, la vida pasa como los años y no podemos hacer nada. Hacia las diez mamá ha venido a felicitarme a mi habitación. Luego llamó Darío. Mamá y yo pensábamos que era papá. Le dijo que hoy cumplía dieciséis años. Vinieron hacia las doce menos veinte y me regalaron el reloj. Después que se marcharan, fuimos a la casa de la calle de Sévres para ver mi habitación, que acababan de tapizar. Desgraciadamente la puerta estaba cerrada y los obreros acababan de marcharse. Sólo vi el techo de mi tocador que acababan de hacer. De la habitación de Alain cogí unos libros de pintura; me interesaban mucho, sobre todo el de Renoir. Empecé a pintar una cabeza de gladiolo rosa pálido dentro de un jarroncito gris pálido. No me quedó nada mal. Como es demasiado oscuro (mi jarrón) voy a hacerlo más claro, pero es difícil, pues tendré que pintar de nuevo las sombras. Pero ¡qué importa el tiempo que voy a tardar, si quiero que sea perfecto!

 

Para comer, como todos los domingos, pollo asado. Me encanta. Para postre, un pastel de chocolate, regalo de mamá, seis velitas y una vela grande en medio. ¡Estaba delicioso!

 

Por la tarde, hacia las dos, fui al cine del barrio a ver Alexandre le bienhereux. Era muy divertida, pero no pude apreciarla plenamente porque ya había visto unas selecciones por la televisión y en algunos cines.

 

Cuando volvía casa, estaban Frank, un joven de veinticinco años, y el doctor Alain no sé qué, primo de Jeanne.

 

Unos días antes mamá me había dicho que vendrían. A mí me disgustó la idea porque era el día de mi cumpleaños. Quería estar con mamá, salir con ella. Se lo recordé y me contestó:

 

‑¡Oh, lo había olvidado!

 

Y nada más. No elijo nada más. Yo pensaba que diría: «¿Quieres que los cite para otro día?» Pero no, nada de eso. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Claro que me hubiera negado a que no viniesen pero ¿por qué no se le ocurrió? Dos días más tarde, lloraba en la mesa. No lo hacía adrede. No pude evitarlo. Mamá me preguntó la razón. Yo le dije que los jóvenes soportaban mucho menos las contrariedades que los adultos. Creo que ella casi no insistió porque yo repetía: « ¡No es nada, no me pasa nada!» De todos modos, la afectó. Estuvo mucho más amable conmigo.

 

De modo que estaban allí. Hablaron. Yo me limitaba a escuchar. Llevaba mi pantalón de terciopelo negro y mi suéter de cuello de cisne, de color amarillo mostaza. Mocasines negros medio agujereados. El pantalón demasiado ancho. La trenza echada, para un lado. En fin, muy bohemia. Me siento tan cómoda vestida así...

 

Bebimos una copa de champaña en honor de mis dieciséis años y comimos un trozo de pastel. Se marcharon hacia las siete menos cuarto y el joven me deseó un feliz cumpleaños.

 

Luego me dediqué a pintar mi jarrón y por la noche vimos la televisión. Daban una película de Spencer Tracy. Me gusta mucho.

 

Más tarde, en cama, leí Portia, en el gran libro de Musset que leo todas las noches. Así transcurrió el día. Papá no me llamó. Seguramente se le pasó. ¡Lástima! Me hubiera gustado oírle, ya que no podía verlo.

 

 

 

5 de mayo de 1968

 

¡Dominique ha cumplido hoy dieciséis años! Sola conmigo. El afro no ha sitio propicio a los encuentros.

 

Dos sueños extraños esta noche.

 

Primer sueño: Mamá una imagen de mamá tal como era de joven: guapa con sus cintas en las sienes. Mucha gente a su alrededor. Y ella algo distante, pero soberana. ¿Y yo que mi esa belleza con cierta envidia? ¿O quizá resentimiento? Luego, Clem, Clem, triunfante burlón, risueño. Y yo me sentía ante él borrada, aplastada, negada, rechazada. Luego ¿una discusión con una amiga? Le enseño unos pantaloncitos tiroleses, con bolsillos de cuero. «Pertenecieron a Alain. Era muy coqueto... Esto es lo que nos obligaban a hacer.» Hablo de él como si hubiera desaparecido, con ternura, pero también con una especie de animosidad.

 

Segundo sueño: Un hotel, gente. Hablo de la enfermedad de Dominique... Luego todo cambia. Me encuentro en una plataforma, en una atmósfera de suburbio de chabolas. Madera ocre bordea esta inmensa plataforma. Dominique está en la pista. La madera se rompe.* Dominique se cae al agua. Yo me precipito hacia ella. También me caigo al agua y nado hacia ella, mientras veo cómo se hunde, por dos veces, en esa agua cenagosa. Por suerte, dos hombres han podido cogerla por los brazos; la salvan y me la traen.


París. Jueves 9 de mayo de 1968. Tres y media de la tarde

 

Querido Alain:

 

Me alegró muchísimo oírte por teléfono el otro día. ¿Cómo estás? Parece que trabajas mucho. ¡Qué bien! Yo estoy intentando que desaparezca mi crisis de pereza. Es muy pesado, pero de cada tres semanas tengo dos de pereza y una semana de trabajo hecho con gusto. Te confesaré que me complace que estés aquí, pues sin ti la casa es silenciosa y yo pierdo la voz. ¡Además, encuentro simpático eso de pelearse! ¡Al menos tiene ambiente!

 

Estoy leyendo la vida de Schubert; realmente es muy interesante. Por eso me gustaría que me trajeras un disco suyo, así como de Chopin y de Mozart.

 

También empecé la Historia de la pintura, el libro que me regaló Darío, ¿sabes? Está muy bien. También estoy metida de lleno en Musset. Todas las noches, en la cama, leo un poema o una obra suya en el gran libro de mamá.

 

También hago colgadores, que recubro de terciopelo y encajes. De momento, estoy haciendo el primero y no me sale mal del todo.

 

Mamá me regaló un caballete el día de mi cumpleaños, pues me he convertido en una apasionada de la pintura. Me tomé la libertad de llevarme tus libritos de pintura, que miro a menudo con gran placer (¡las pinturas!).

 

¡Ya está, no sé qué más decirte! ¡Ah, sí! Papá tiene una gripe de mil diablos. El otro día estaba muy enfadado contigo; nos contó una historia de una ventana abierta por ti, cerrada por él y vuelta a abrir por ti. Es muy complicada y le atacó a la garganta. Ahora ya casi se le ha pasado, pero ¡por favor, no le hables de ventanas!

 

¡Esta mañana tomé un baño de sol y tengo la cara más roja que un tomate! Pero qué no haría yo para estar guapa...

 

Ahora está lloviendo. Me encanta el ruido de la lluvia. Cuando pienso en la cantidad de trabajo que tengo... ¡prefiero pensar en otra cosa! Pero debo de parecerte poco seria. Bromeaba y, para probártelo me voy a poner a trabajar enseguida. ¡Sí, sí, sí, sí, te lo juro! Entonces... tendré que dejarte sin olvidarme de saludarte respetuosamente y con un abrazo muy fuerte.

 

Tu hermanita que te adora y que espera tu vuelta con impaciencia.

 

Dominique

 

 

 

Viernes 10 de mayo. Dieciséis años.

De las once a las doce horas; luego de la una a la una y cuarto

 

Ya hace cinco días que no abría mi Diario. Es muy fastidioso, porque, aunque intentaré acordarme de todo lo que ocurrió desde el 5 de mayo, seguramente me olvidaré de muchas cosas. A veces tengo ganas de abrir mi Diario, pues me siento pensativa, pero prefiero leer o salir. Por la noche estoy demasiado cansada. En vez de leer podría coger el Diario. Pero me digo: «Mañana o esta noche, ¿qué diferencia hay?»

 

Estos días leo varios libros al mismo tiempo: Historia del ballet, de Serge Lifar, La vida apasionada de Schubert, La vida de Victor Hugo, Obras, de Musset, Historia de la pintura, en una colección muy bonita.

 

La Historia del ballet me ha interesado mucho, y está escrita con mucha claridad. Pero fastidia que no profundice en la vida de los grandes artistas. Estoy contenta de haber aprendido tantas cosas en un solo libro. He conocido a Taglioni, a Vestres, a Marius Petipa, a Diaghilev, a Fokine y a muchos otros cuya existencia ignoraba. Pude seguir la evolución de la danza a través de los tiempos. Al final, Serge Lifar dedica un capítulo a su vida. Todavía no lo he leído. Realmente, el libro me ha aportado muchas cosas y cuando vaya a la biblioteca espero encontrar la vida de Marie Duncan, de Diaghilev. Cuando tenga tiempo, tomaré nota de los buenos pasajes, como lo hice con el libro de Liszt, ya que el volumen pertenece a la Biblioteca Municipal. Está completamente nuevo y soy la primera en llevármelo.

 

Como dije, leo también La vida apasionada de Schubert. No me acaba de gustar la manera novelada en que está escrito este libro, atribuyendo a Schubert ideas que quizá nunca tuvo. De todas formas, continúo, quiero saber el fin de la vida de este músico. De momento, estoy al principio, y era un gran tímido. Cuando lo termine, volveré a hablar de él.

 

En cuanto a las Obras de Musset, debo decir que es el libro que más me gusta leer. Recito en voz alta los poemas que leo. Creo que cuando acabe este enorme libro, estaré muy empollada en las obras de Musset.

 

También he leído La conquête de Plassans, de Zola. El libro me ha gustado mucho. Además, todos los libros de Zola me gustan y me impresionan por su acento de verdad.

 

Via Mala, de Knittel, también me ha gustado. Mamá me había dicho que, de joven, tuvo pesadillas después de la lectura de ese libro. A mí no me afectó hasta ese punto, pero no pude dejarlo durante dos días, hasta tal punto me intrigó y apasionó. Puede parecer sorprendente que lea a Knittel, pero «más vale tarde que nunca», como dice muy bien el viejo refrán.

 

Pero no sólo existen los libros: el trabajo también es muy importante.

 

Llevo una semana de retraso. La chica que me da las clases (Reine) no está ahí para ayudarme. Murió su tía y ahora debe ocuparse de cinco niños en Dijon.

 

¡Bueno, ahora no tengo ganas de hablar de los estudios! Llevo una vida muy agradable. A menudo voy al teatro con mamá. Me organizo el trabajo a mi placer. ¡Pero no hay que creer que no trabajo! ¡Al contrario, y además, si quiero pasar al curso superior, debe ser así! No tengo ganas de hablar de este asunto, nada más. Por otra parte, ya empiezo atener ganas de parar de escribir. Pero todavía debo decir dos cosas: Papá volvió el lunes por la tarde. Fui a verle a su oficina y le di un beso. Estaba a punto de pelearse con el señor X... En estos últimos tiempos papá tiene muchos problemas de dinero. Yo ya no le pido porque ni él mismo tiene suficiente. Le quiero. Siempre está guapo. Pero el lunes tenía un terrible dolor de garganta y la voz tomada. Dijo pestes de Alain, que abrió una ventana que él había cerrado. Y como siente terror de las corrientes de aire... Ahora ya está mejor, pero me fastidia que tenga problemas. Despide a muchos chicos de la agencia, ya que no tiene dinero para pagarles por no hacer nada. Cuando vuelve a casa, está muy cansado. Nos dice que debe «tanto» de calefacción, «tanto» de impuestos, que quizá cerrará la oficina... Yo me muestro cariñosa con él; intento distraerlo. Me pongo guapa para él. Sobre todo, me pongo los vestidos y las joyas que él me ha regalado. El otro día llevaba el vestido largo tunecino, azul, bordado en oro, y le pregunté: «¿Te has fijado qué bonito es, papá?» Y él, que estaba preocupado, me ha contestado con una sonrisa maravillosamente feliz y dulce. Cuando sonríe de esta manera es de una belleza... no diré soberana, ¡pues muchos príncipes y reyes son de una fealdad notable!... Infinita e inexplicable.

 

La segunda cosa era: recubro los colgadores de terciopelo rojo y de encajes. Digo: los «colgadores», pero en realidad sólo he hecho uno, y aún no está del todo acabado. El primero es para mamá. Incluso recubrí de terciopelo el clavo en forma de interrogación. Es divertido porque la otra noche, en mi cama, me decía: «Tengo ganas de hacer colgadores. Voy a comprar terciopelo y encajes». Al día siguiente, mamá sacó todo un paquete de terciopelo, y como estaba arreglando los estantes, me dijo: «¿Quieres estos retales?» Yo acepté con un gran: « ¡Oh, sí! » Y esto es lo que ocurrió. Confesaré que estuve loca de alegría de tener al día siguiente lo que tanto deseaba la víspera por la noche. ¡Incluso conseguí encajes antiguos! Sucedió como el otro día: tenia ganas de tener un caballete, y al día siguiente lo tuve.

 

Empiezo a creer que soy demasiado feliz y que mis deseos se realizan demasiado aprisa para ser reales. ¿Puede ser que un ángel bueno o un hada benéfica me ayude en todo lo que necesito? Aunque parezca más verosímil... ¿quiénes son los responsables de todas estas cosas tan bonitas?

 

Creo que hoy he escrito mucho. Tengo calambres en el dedo y hay un trabajo de inglés que me espera pacientemente. Tengo ganas de leer a Proust.

 

 

 

Sábado 11 de mayo de 1968

 

Son las doce del mediodía. Escucho la Sinfonía nº 4 de Beethoven. Me encanta. Es alegre y ligera. Me encanta y me tranquiliza. Me siento maravillosamente bien. Estoy en el salón, echada en el sofá negro. Me encuentro muy cómoda, pues llevo el pantalón de satén, las zapatillas plateadas, calcetines negros, suéter rojo con cuello de cisne y, encima, mi chilaba turquesa. Llevo un brazalete, el que papá me regaló el día en que cumplí quince años. Dejo de escribir porque esta música es de una belleza... vuela, salta: las notas bailan a mi alrededor. El disco se ha acabado. Pongo la Sinfonía nº 2.

 

Antes no me gustaba la música clásica. O, más bien, simplemente no la escuchaba, luego no la conocía (aparte de Mo­zart). Tenía un miedo inimaginable a Beethoven, pues sabía que fue sordo. Así que me decía que, como era sordo, para oírse un poco, tenia que hacer una música muy ruidosa. Razonamiento ridículo, pero desgraciadamente ocurrió así. Luego, un día, con mamá, hará de esto unos dos meses más o menos, fuimos a casa de Martine Cadieu. Son muy amigas. Martine es periodista de «Lettres Françaises». Se ocupa de la sección de música clásica y contemporánea (no confundirla con la música de los jóvenes).

 

Respecto a eso nos contó que había ido a dar unas conferencias en El Havre a niños que nunca habían oído hablar de Mozart y que ni tan sólo sabían quién era Massenet. De repente, sentí vergüenza de mí misma, pues yo tampoco conocía a los músicos que citaba. Estaba impresionada de la ignorancia de los hijos de los obreros. Cuando salí de su casa, me entraron ganas de oír los discos que tenía en la mía.

 

Durante las vacaciones en los Dos Alpes, que fue inmediatamente después, vi una película muy buena: Aimez‑vous Brahms? Y en esa película la música era, por supuesto, Brahms. Confieso que me impresionó en lo más profundo de mi corazón. En Grenoble, de casa de mi tío Émile me llevé la Sinfonía n° 3 de Brahms. Al principio, mientras escuchaba esta música, me acordaba de la película. Pero, poco a poco, la música por sí sola me fue impresionando y me emocionó. Y ahora, cada vez que escucho este disco, estoy atenta a cada nota.

 

¡Qué bella y potente es esta sinfonía de Beethoven!

 

Luego escuché el mayor número posible de discos en casa, pero sólo podía hacerlo cuando no había nadie, porque molestaba a mamá o a Alain. Luego le dije a mamá que tenía ganas de asistir a un concierto. Le pidió a Martine que me llevara. AL día siguiente recibimos una invitación de Martine para asistir aquella misma noche a un concierto que daban en un teatro de los Champs‑Elysées. Yo estaba loca de alegría, pues como mamá se iba con Philippe a ver La Baye al TNP, no me quedaría sola en casa. Un cuarto de hora más tarde, Philippe llamaba a mamá para decirle que había conseguido una entrada para mí. Yo acepté, porque el teatro es lo más importante para mí, pero pronto sentí pesadumbre. No me atreví a telefonear a Martine para decirle que no asistiría al concierto. Estaba muy nerviosa, ya que temía que se enfadara. Mamá le llamó y le dijo que tenía entradas para el TNP y que yo no podría ir al concierto con la chica, Reine, que me había de acompañar. Por la noche me fastidiaba no haber ido, porque el espectáculo fue muy malo. Lo único interesante fue la dirección; la obra era espantosa. Luego Martine no envió ninguna invitación más. Hay que decir, de todos modos, que a los quince días se marchó a Israel.

 

Ahora ya está de vuelta, y el domingo asistiremos a su conferencia sobre la música contemporánea en Chatillon. Mamá le dijo que le gustaría que Martine me llevara al concierto. Ayer hubiera podido ir, pero como mamá no podía acompañarme, no fui. De todas maneras, creo que Martine no está enfadada.

 

Y ahora resulta que soy una apasionada de la música, y espero serlo toda mi vida.

 

 

 

Veintiuna horas y treinta y cinco minutos. Dieciséis años

Miércoles 15 de mayo de 1968

 

Acabo de ver por televisión un programa dedicado a Charles Aznavour. Me gusta mucho y creo que su boda le ha ido muy bien; ahora está mejor que antes. Quizá se deba también a que se ha dejado crecer un poco el pelo. Sin duda. La canción que cantó y que me gustó muchísimo: La bohéme.

 

Me gustan todas las canciones sobre la juventud cantadas por los adultos. Las encuentro emocionantes. Durante unos instantes tuve ganas de vivir la vida de los estudiantes, hacerme querer de amor. Luego desaparecieron con la misma prontitud con que habían venido. También tengo ganas de escribir un libro. Pero siento pereza, me parece, porque me gustaría crear personajes y no lo hago, no me tomo la molestia.

 

Cuando miré a Charles Aznavour, me dije que es el tipo de hombre de cuarenta años que me gustaría que me quisiera. Me gustaría encontrar a mi padre en los hombres que quiera.

 

Luego, cuando le vi aplaudido, admirado (sigo hablando de Charles Aznavour), tuve ganas de estar en su lugar y deseé ardientemente convertirme en una gran actriz. Ahora comprendo por qué escogí una profesión como el teatro. Naturalmente que es por el amor al teatro, pero también, en gran parte, para hacerme querer, admirar, ser conocida de todo el mundo. No quiero, si un día me caso, ser la mujer de “Fulanito”, por más célebre que sea. Quiero ser y seguir siendo, aunque me case, Dominique Cacoub. Quiero que mi hijo, más adelante, se llame Frédérique o Frédéric Cacoub. Quiero mantener mi nombre y no morir con otro nombre.

 

Acabo de abandonar el Diario unos instantes para escuchar un programa de televisión. Iniciación a la música. Hoy, el invitado de honor era Arthur Rubinstein. Se trata de un anciano de pelo blanco. Muy guapo y con un aire muy joven. He grabado la entrevista. Hace quince días me perdí la primera parte de este programa. Lo lamenté mucho. Más tarde pasaré la entrevista en un papel; este hombre es maravilloso. Es muy irónico. Su voz es dulce y levemente ronca. Su rostro muestra una expresión de bondad. Cuando toca, está muy atento y muy guapo (como un niño admirado, con boca abierta ante algo que descubre por vez primera). También explica muchas anécdotas divertidas.

 

 

 

Viernes, 17 de mayo de 1968. Once y media de la noche.

 

¡AL fin! Estoy en cama. Todo está en calma. Suspiro de contenta: durante el día ha venido mucha gente a visitar el piso. Pusimos un anuncio en «Le Figaro». El teléfono no ha cesado de sonar. Por la noche, mamá estaba rendida. Yo también, pues tuve que recibir a las personas que vinieron demasiado pronto. Tuve que sonreír, acomodar, enseñar... Muchas veces me han llamado «Cicerone».

 

La chica y yo nos hemos visto obligadas a refugiarnos en su habitación para trabajar, pues en el piso era imposible: nos molestaban constantemente.

 

Hoy no he trabajado nada, salvo una hora con la chica y aún sin escuchar con demasiada atención; tenía dolor de cabeza. Sí, estaba cansada. O, más bien, exánime. Y luego, todas esas gentes que me molestaban. Es como si no estuviera en casa. No me atrevía a sentarme en su presencia ya que permanecían en pie (visitaban el salón o las habitaciones).

 

 

 

Sábado 18 de mayo de 1968

Las once de la mañana, más o menos

 

Ayer me interrumpí al oír cerrarse la puerta de entrada bruscamente y me dije que papá se enfadaría si se daba cuenta de que a las doce menos cuarto de la noche aún leía.

 

Esta mañana me he levantado a las nueve y media. Hoy voy al festival de Chatillon, en el que Martine Cadieu da conferencias desde la mañana hasta la noche.

 

Mamá y yo tenemos que pasar por su casa a las tres. Mucha más gente vendrá al Festival en coche con nosotras; amigos de Martine.

 

¡Estoy contenta, contenta!

 

La otra noche, mamá fue a ver a María Casares y a Alain Cuny, que daban un recital de poemas. Luego, Martine la acompañó a los camerinos donde felicitó a María Casares y a Alain Cuny que, al parecer, es un hombre maravilloso y nadie le supondría la edad que realmente tiene. A mí también me gustaría ir a verlos una noche. Estoy contenta de que Martine conozca a María Casares, pues yo tengo unas ganas locas de conocerla también. Quizás un día...

 

Esta mañana pasé varias horas con papá en el salón. ¡Qué guapo es y cómo le quiero!

 

Por la mañana, hacia las once y media, trabajé un poco. Después de comer, mamá fue a buscar el coche para ir al festival. Hoy papá se marcha a Niza.

 

Me ha prometido que me compraría una cámara fotográfica en Orly. Yo le dije: «Pero ¡si es muy cara!» El me ha contestado: «¡Qué va, allí no pagas la aduana!» Antes de marcharse, le recordé su promesa. Le dejé abajo. Iba a tomarse un café y quería que fuéramos con él. Pero mamá estaba en el garaje y papá exclamó, cuando quise seguirlo para acompañarle: «No, Dominique, no hagas esperar a mamá. ¡Podría inquietarse!» Me lo dijo con mucha amabilidad y en ese instante lo quise profundamente. ¡No es frecuente que se inquiete por mamá o que quiera a toda costa invitarla a tomar un café!

 

Media hora más tarde, mamá y yo estábamos en casa de Martine. Un hombre que se ocupa de la casa de Cultura de El Havre estaba con ella.

 

 

 

Sábado

 

Día del Festival de Chatillon. Regreso hacia las doce y media de la noche. Vagamente decepcionada por el concierto. Martine me regaló una invitación para asistir a un concierto.

 

Encuentro con el joven estudiante Alain. Películas. Paseo por el parque. Discusiones sobre el problema. Historia del bachiller. Las tres soluciones. Conferencia sobre los jóvenes compositores. Cena. Concierto. Muy cansada.

 

 

 

Domingo

 

Paseo. Voy a buscar el pan. Día en casa, mal tiempo y trabajo. Mamá espera a un doctor que quiere visitar el piso.

 

Nada de TV.

 

Inglés de una y media a cuatro de la tarde. Té. Ordeno el armario chino de la habitación de Alain, mientras mamá ve una película de Laurel y Hardy. Desde las seis y media a las diez y media, TV. (El paso del Rin, con Charles Aznavour. Bien.)

 

 

 

Lunes 20 de mayo

 

Día en casa. Por la noche, como no hay Metro, no puedo asistir al concierto que seguramente será aplazado.

 

Por la noche: A la Sorbona, con Claire (que no me había reconocido por teléfono), Philippe y su hermano Gérard. No encontramos sitio. Fin ajetreado (problema familiar), regreso a casa con P. y G. Philippe más simpático que antes. Huevos al plato.

 

Me acuesto a las doce de la noche. Leo hasta la una (Balzac que voici, de Françoise d'Eaubonne, capitulo I).

 

 

 

21 de mayo. Martes

 

Paso el día en casa. Vajilla a las once. Costurera. Vestidos. Mal tiempo, salvo, a las diez y media, un rayo de sol.

 

Crema. Con nata por los lados. Vestido canadiense. Continúa la huelga del Metro. Nada de Thérésa. Escucho la radio todo el día.

 

Por la noche, muy cansada. Me acuesto a las nueve. Leo, en la colección «Petit Larousse», Los Miserables, de Victor Hugo. Luego, en el libro precioso de Musset, Con qué sueñan las muchachas.

 

 

 

Miércoles 22 de mayo

 

Mañana. Despertador a las nueve y treinta, porque la chica viene a las once para darme la clase. Me levanto a las 9,45. Té con mamá. Me baño. Me entero de que hoy es el día que tengo que ir a ver al profesor Bernard. A las once y media, como no ha llegado Reine, decido ir al mercado a comprar patatas, velas y fruta, para el caso de que persistan las huelgas. De momento, hay huelga de Metro, taxis y autobuses, de los Bancos y de los barrenderos. Nada de aviones. Ni trenes, ni barcos, ni PTT.*

 

En el momento en que iba a marcharme, llegó Reine. Clase. Fin de los deberes de «mates». Serie 26.

 

A las doce y media, mercado. Llueve. Paraguas turquesa. Cojo el carrito. Compro dos kilogramos y medio de manzanas y kilo y medio de naranjas. Se acabaron las velas en el Monoprix. Ayer anunciaron por la televisión que probablemente cortarían la luz. Compro, después de media hora de cola, ocho kilogramos de patatas por dos francos. Algunas cerezas en casa de Alice. Un cordel. Se acaba el pan en la panadería al cabo de unas horas. Regreso a casa. Como. Radio para escuchar las noticias. Después de comer, empiezo un colgador con la tela que sirvió para mi vestido. Muy bonito. Vienen dos tipos enviados por las agencias. A las tres y media en el coche. Se acabó la gasolina. Cola de veinte minutos. Racionamiento. Sólo se pueden comprar 10 francos por persona, pues muchas gasolineras han acabado las existencias debido a tipos que compraban 15 0 20 litros de reserva de gasolina. Igual que en el Monoprix. Nada de aceite ni azúcar. En una hora, en una tienda se vendieron seiscientos kilogramos de lentejas. ¡De locos!

 

Visita al doctor Bernard. Regreso con una bola de chocolate y bizcochos. Me había peleado un poco con mamá, y para hacer las paces me compró estas golosinas.

 

Circulación por París durante una hora. Al fin, regreso a casa.

 

Pongo la TV para ver si ha sido aceptada la moción de censura. Pero nada. Continúo mi colgador. Por la noche, en televisión, nos enteramos de que ha sido rechazada la moción de censura por 233 votos. Hubieran sido necesarios 243 para que se aceptase.

 

Manifestaciones en el barrio Latino. EL Gobierno ha negado al joven alemán que es el jefe de Nanterre el permiso de entrar en Francia. Luego lavo los platos; la cocina queda muy limpia y mamá me felicita. Nos vamos las dos a la cama. Luego, prosigo la lectura de la vida de Balzac por Françoise d'Eaubonne, del que ya había leído el 2° capítulo en el coche esta tarde y el 1° anoche.

 

 

 

23 de mayo de 1968

 

Por la tarde fui a ver Juegos prohibidos, una película de René Clément. Es una película muy bonita. Desde las primeras imágenes se me llenaron los ojos de lágrimas. Encontré que el juego de los niños estaba maravillosamente interpretado y con una naturalidad...

 

Me sorprendí cuando vi la palabra: «Fin» en la gran pantalla.

 

Volví a casa a las cinco y cuarto. Mamá me anunció que Serge y Philippe, con su hermano, nos harían una visita al cabo de una hora, hacia las seis y media. Me puse muy contenta. Me depilé las cejas. A cada ruido del ascensor, doy un brinco. AL fin llegan. Gérard me pone nerviosa con su manía de retorcerse el bigote. Philippe, con un suéter rojo con cuello de cisne, está muy bien. Serge siempre oliendo tan bien (su eau de Moustache), pantalón amarillo claro, americana escocesa de tonos grises. Entra y empieza a bromear sentándose en el sillón:

 

‑Dime, Mireille, abajo había un cartel que ponía: ¡No se admiten visitas!

 

‑¡No! (exclamamos mamá y yo).

 

‑¡Es cierto!

 

‑¡Bromeas! (mamá).

 

‑¡Ah! ¡Es por las basuras! (yo).

 

Nos reímos todos. Contentos de estar juntos. También nos cuenta (en respuesta a las preguntas de mamá), que ha llegado esta mañana a las tres de Toulouse, después de haber hecho 280 kilómetros de curvas; la carretera Toulouse‑París es espantosa. Esta mañana, según dijo, tenía el estómago destrozado. ¡Sólo bebe agua!

 

Luego nos habló de la obra que representó allí. Fue un fracaso, pero su trabajo personal estuvo bien, y en un mes ha hecho avanzar mucho a sus actores. El Grenier se ha vuelto contra sí mismo. No fue Serge quien formó a los jóvenes, sino el Conservatorio de Toulouse. Después de su obra le propusieron (pues comprobaron que Serge, en un mes, había formado muy bien a los actores) la dirección del Conservatorio. Él la rechazó. Dijo que se iba un mes a París. Que iba a descansar. Que si el Grenier lo necesitaba, tenía que firmarle algunos documentos. Nuevos horarios, etc. Maurice Sarrazin estaba superado y es lo que él quería. Que el Grenier se dé cuenta de lo que él representa. Sus alumnos le adoran.

 

Luego, cuando le dije:

 

‑¡Entonces todo marcha bien! Cuando recuerdo que al venir a París os veíais ya bajo los puentes...

 

‑¡Y acabaremos bajo los puentes! Cuando tú empieces esta profesión.

 

‑¿Por qué?

 

‑¡Pues para formarte!

 

‑¡Ah, sí, pero espero que esto no...!

 

‑¡No, esto no ocurrirá jamás!

 

Luego, cuando mamá ha dicho:

 

‑Philippe y Lydie sólo esperan una palabra tuya para reunirse contigo.

 

‑Sí, ya lo sé.

 

‑Y yo, dentro de unos años.

 

Más tarde me ha dicho:

 

‑¡De todas formas, trabajaré para ti!

 

‑Espero que sea pronto.

 

‑¡Espera! Déjale al menos un año‑ declaró mamá.

 

‑Sí, dentro de un año no tienes más que presentarte como una flor delicada y decir: «soy yo» (me río). Ya ves, me acordé.

 

Me lo dijo con una voz dulce y segura de lo que decía.

 

‑Eres amable (yo estaba muy contenta).

 

Philippe y mamá me sonreían. Estaba bien. Comprendí que Serge realmente me quería mucho. Y que más tarde... estaría muy bien en sus brazos; le quiero mucho. De todas formas, si hace de mí una gran actriz, le deberé mi amor y mi amistad. Tengo el presentimiento de que será él quien me forme. La prueba es que en vez de decirme: «Primero tendrás que seguir unos cursos, etc.» No, si entendí bien, me acepta de entrada. ¡Sería maravilloso!

 

Luego se marchó hacia las siete. Sólo se quedó una hora. Pero no me olvido de que llegó esta mañana y hoy mismo nos vino a ver, aunque estaba fatigado. ¡La amistad es maravillosa!

 

Por la noche, cenamos en la mesita delante de la tele. Sólo las noticias de las ocho. Luego, nada. Solidaridad con los huelguistas. Yo me siento a la mesa redonda cubierta de terciopelo azul y continúo recopilando la cronología de Balzac y los pasajes interesantes del libro de Françoise d'Eaubonne, Balzac que voici. Cuanto más avanzo en la lectura de su vida, más ganas siento de leer Piel de Zapa y todos los demás libros de cuentos. Está muy bien escrito. Además, me gusta mucho el estilo de Françoise d'Eaubonne. Antes ya había leído de ella La vida de Franz Liszt, que me apasionó.

 

Lo malo es que tengo que acabar de leerlo rápidamente y encima hacer el trabajo que me interesa, antes de marcharme al Revard. Viaje previsto «para dentro de una semana» si encontramos gasolina suficiente.

 

Me siento estupendamente bien. Mientras hago el trabajo, escucho música española. Me gusta mucho la guitarra. Mamá se fue a acostar; estaba fatigada y prefería leer en cama. Hace un rato llamó Alain, nerviosísimo, para saber si teníamos noticias de su examen de bachiller. Está negro porque seguramente pasarán los exámenes a septiembre. ¡Qué verano en perspectiva Esta noche voy de rosa. Mi camisón de crespón rosa me embellece la tez. Llevo el collar que me regaló Alain hace dos años: aquel perfumado con ámbar, que huele tan bien.

 

Hace un rato, Serge me dijo, mientras me daba un beso: « ¡Qué guapa eres!» Siempre me habla con suavidad y amabilidad. Además, tiene un carácter muy dulce.

 

Esta mañana he acabado el colgador que había cubierto con el tejido sobrante de mi vestido.

 

Al ver la película Juegos prohibidos, me entraron ganas de tener una niña, y creo que un día conoceré al niño que interpretaba el papel de Michel y que ahora debe de tener 22 años por lo menos.

 

Le prometí a mamá que le haría un colgador con el tejido sobrante de su vestido. Le ha gustado mucho el mío.

 

Copié 13 páginas del libro que necesitaba. Estoy satisfecha de mi trabajo. Ahora voy a acostarme, pues tengo calambres en el cuello, en los riñones y en los dedos de la mano derecha.

 

Escucho la radio al acostarme porque esta noche hay una manifestación en el barrio Latino.

 

Voy a leer las dos primeras escenas de Las mujeres sabias. Logro interpretar a Henriette fácilmente. Sin embargo, el papel de Armande es muy difícil. Luego, antes de dormirme, leeré un poema de Musset. Son las diez y cuarto de la noche.

 

Leí el largo poema de Musset, Rolla. En los últimos versos, tenía lágrimas en los ojos. Son las once y apago la luz.

 

 

 

24 de mayo de 1968

 

Obras de Musset

 

El escándalo, al contrario, tiene esto de admirable:

que siendo viejo como Herodes, siempre es nuevo.

MUSSET (Una buena fortuna)

 


25 de mayo de 1968

 

XXXIV

 

Una gota de leche en la llanura etérea

Cayó, dicen, en otro tiempo de lo alto del firmamento

La Noche, que en aquel instante pasaba en su carro

Vio ese pálido surco en el mar azul,

Y, moviendo los pliegues de su túnica de nácar,

Dio al arroyo celeste un lecho de diamante.

MUSSET (Una buena fortuna)

 

 

He terminado el poema Lucie. Es muy bonito, melancólico, cándido, leve.

 

 

 

Viernes 25 de mayo de 1968

Las doce

 

Ayer la manifestación de los estudiantes tomó un carácter violento. Esta manifestación, que empezó a las cuatro, permaneció tranquila las primeras tres horas. Luego empezaron las hostilidades. ¿Quién empezó? ¿La policía o los estudiantes? Lo que sé es que cuando De Gaulle acabó su discursito de siete minutos, los estudiantes empezaron a levantar barricadas. Hubo un muerto. Un estudiante de veintiséis años, que todavía no ha sido identificado. ¡Cuántas madres de provincias o en el extranjero deben temer que sea su hijo! En Lyon un camión atropelló a un policía durante las manifestaciones. En toda Francia ha habido manifestaciones. Mamá me dijo que estamos en víspera de una guerra civil; que si uno de los bandos toma las armas, será el principio.

 

‑Pero una guerra civil ‑dije yo‑ es una guerra entre dos partidos; entonces, nosotros no tenemos nada que ver.

 

‑Nosotros no tenemos nada que ver, pero de todos modos será una guerra civil. Siempre hay gente en contra de la policía. Sea como fuere, espero encontrar gasolina suficiente para marcharnos lejos de aquí.

 

‑¿Por qué?

 

‑¡Porque estaremos mucho mejor en el Revard!

 

‑Pero si la situación continúa, no encontrarás gasolina.

 

Hace ya tiempo que mamá había previsto marcharnos un mes al Revard. Teníamos que partir el 29, pero, con todo lo que está ocurriendo, tenernos que esperar. En cierto sentido estoy muy contenta, pues no tengo las más mínimas ganas de irme. Esta mariana estaba trastornada y contenta a la vez (ya sé que lo que digo es horrible, pero es así) ante la perspectiva de una guerra civil. Incluso ahora aún la deseo. Tengo ganas de aventura, de sensaciones fuertes. Y luego, que de esta forma ya no podría seguir trabajando y los PTT no volverían a abrir. Ya sé que, lo que digo es muy egoísta. Sólo pienso en mi personita. Pero realmente me gustaría saber qué es eso de la guerra. Por supuesto que tengo miedo de la policía, de ser golpeada, pero no sé, por qué tengo ganas de tercer dificultades de acción. Además de que admiro a esos estudiantes que se rebelan, así cono a los obreros. No soy comunista, qué va, pues me gustan mis bonitos vestidos y mi comodidad personal, pero soy partidaria de la igualdad. Encuentro que los oficios de minero, albañil son más cansados y peligrosos que el de ingeniero, de arquitecto, o de secretaria. Y es injusto que los obreros ganen poco y los burgueses mucho. El país tiene mucha más necesidad de obreros, de pueblo quiero decir, que de actores, arquitectos, escritores, industriales, etc. Sin el pueblo no se podría hacer liada. ¡Me gusta el pueblo!

 

Mamá acaba de llegar y cuando le dijo que había habido un muerto de veintiséis años, se quedo muy trastornada y exclamó «¡Ay, ay, ay, cuando empieza a haber muertos!»

 

Todas las noches escucha la radio hasta la una o las dos de la madrugada Está muy inquieta. ¡Me ha dicho que, están racionando el tabaco!

 

Thérése sigue sin venir. Ya liara una serrana. Entre las dos nos turnamos para lavar los platos y hacer la limpieza y la comida. Es cansado Papá y Alain siguen en Túnez.

 

Ya no trabajo más. No tengo ganas. Además, escucho la radio para saber las noticias. También soy muy perezosa. Ahora empezaré el colgador de mamá. Se lo daré mañana, que es el Día de la Madre porque no tengo dinero para comprarle flores u otra cosa.

 

Ayer mamá me compró un riquísimo bollo con pasas. Me encanta. También compró 500 gramos de estupendas cerezas. ¡Por la noche ya no quedaba nada! Cuando le dije que me mimaba demasiado que no estaba bien, me contestó:

 

‑¡Tengo que mimarte un poco!

 

‑Eres encantadora (le doy un beso).

 

‑También decidí regalarte mil francos.

 

‑¿No? ¿Lo dices en serio?

 

‑¡Sí!

 

‑Pero, ¿por qué?

 

‑Porque me ayudas mucho. Lavas los platos, haces la limpieza...

 

‑¡Ah! ¿Por eso? ¿Quieres pagarme? ¡Me niego!

 

‑No, también es porque hace tiempo que no dispones de dinero.

 

Le di un beso muy fuerte. Estaba muy contenta. Luego se fue a la cama porque estaba muy cansada. Por la noche le llevé la cena a su habitación. Estaba muy contenta. Yo también. (Huevo pasado por agua. Pastas con queso.)

 

Por la noche leí en la cama, pues seguíamos sin televisión. Leí algunos poemas de Musset. Luego escuché las noticias y música. Tenía la intención de dormirme hacia las once, pero a las diez cogí todos los «Jours de France» desparramados por mi habitación y recorté las páginas y los artículos que me interesaban. Estuve recortando hasta las doce; había muchas revistas. Luego, como no tenía sueño, cogí una novelita rosa: Chérie, quand notas mourrons, de Maria Lodi. Y la estuve hojeando hasta la una y media de la madrugada. Todavía me gusta mucho el tomo primero. El segundo no vale nada, es puramente comercial. En cambio, el primero tiene una buena intriga. Es muy bonito y está bien analizado, aunque a veces aparecen raras expresiones, frases que chocan porque están mal escritas.

 

Ahora, voy a comer.

 

Cambié de parecer. Acabo de ver los reportajes de la TV sobre las manifestaciones de anoche. Ya no tengo ganas de que estalle una guerra civil, ni revoluciones. Tengo miedo. Esta noche, 500 estudiantes heridos, 170 policías heridos. Manifestaciones en todas partes, en París, Lyon, Estrasburgo, Nantes. Sobre todo por el número de heridos y, además, conozco los hospitales y sé que no es nada agradable. ¡Es espantoso! Y la cosa puede empeorar. ¡Hace un momento estaba como idiotizada! Realmente, soy una niña.

 

Comprendí por qué hace un rato deseaba una guerra civil:

 

porque no tengo ganas de ir al Revard. ¡Ni al hospital en julio!

 

Ni de hacer mis deberes! Es infantil, ¿no?

 

 

 

Dieciséis años. Miércoles 29 de mayo

Las tres y media de la tarde

 

Estoy ante mi escritorio. La habitación está llena de luz, porque hoy hace buen día.

 

Por lo menos hace cuatro días que no he salido. Salvo anoche, con los últimos litros de gasolina.

 

La situación se complica. No se encuentra gasolina en 100 kilómetros a la redonda, ni ayer, ni anteayer. Hoy nada, salvo para los que tienen prioridad.. Es normal. Muchos franceses se marchan a Suiza a comprar gasolina, pero también en la frontera hay racionamiento. La huelga continúa. Anoche hubo restricciones de luz. Incluso en las calles. De ahí a que los transportistas se adhieran a la huelga... y también restricciones de gas y electricidad, y de agua.

 

Ahora me he tranquilizado y, sobre todo, no quiero que estalle la revolución. De Gaulle declaró que estaba dispuesto a las reformas y que daría opción para que los propios franceses votaran a favor o en contra suya. Si la mayoría es negativa, se marchará. Mamá está segura de que De Gaulle se quedará, pues los franceses (la pequeña burguesía, los industriales) temen al comunismo.

 

Mamá considera que lo que hacen los estudiantes está muy bien. Pero convendría que formaran un partido.

 

Ahora mismo, en todas las grandes ciudades de Francia, habrá manifestaciones.

 

Las precedentes fueron apaciguadas, ya que Pompidou advirtió que, si se producía el menor movimiento, las fuerzas del orden intervendrían con vigor.

 

Yo no estoy en huelga como mis compañeros. ¡Al contrario! Todavía me quedan dos series, aunque dispongo de mucho tiempo a causa de la huelga de PTT.

 

Papá nos telefoneó. Me alegró mucho oírlo. Parecía en buena forma. Volverá la semana próxima.

 

Seguramente no iremos al Revard. Si todo hubiera sido normal, hoy nos hubiésemos marchado. Mamá me dijo el otro día:

 

‑Me sentiría muy desdichada si no pudiéramos marcharnos.

 

Ahora espera que la situación se aclare. También se ha decidido a encerrarse en mi habitación y empezar a trabajar. Hoy no puede; tenemos otra chica de la limpieza (¡la pobre Thérésa debe de estar muy fastidiada!), que trabajará tres veces a la semana tres horas.

 

En tres días he leído tres libros. Anteayer por la noche, domingo, La casa del canal, de Georges Simenon. No está mal, pero no me gustó la protagonista. Bien escrito.

 

 

 

Lunes, El caballo blanco, de Elsa Triolet. Me gustó.

 

Anoche y esta mañana, Los tres crímenes de mis amigos, de Georges Simenon. No está mal; bien escrito.

 

Todos estos libros los encontré arreglando un armario. Y todavía me quedan varios.

 

Ahora me voy a comer unas magníficas cerezas que me esperan quietecitas en la nevera.

 

Serge siempre me llama «chiquita» cuando nos saludamos o nos despedimos. Ayer, al marcharse, me dijo: «Buenas noches, chiquita». Al besarme, con dos dedos me acarició el cuello rozando el lóbulo de la oreja. Me gustó,

 

A Philippe y a Serge les pedí prestados los Shakespeare. Colección La Pléyade. Me encanta esta colección por sus notas y explicaciones.

 

¡Ayer pasé una excelente velada! Me di cuenta de que jamás me atrevo a hablar de teatro con Serge y que él tampoco; ni siquiera cuando estamos solos me dice nada. ¿Por qué? Creo que lo que siente por mí es lo mismo que un hermano mayor hacia su hermana pequeña. Me gusta, es agradable. Naturalmente, yo me lo había imaginado en otro aspecto, pero creo que es más hermoso así. ¡Tengo la impresión de que cada día está más paternal!

 

¡Ya no tengo más ganas de escribir y me voy a comer las fantásticas cerezas!

 

Son las diez y diez de la noche. Me meto en la cama. Esta noche voy a trabajar. ¡Teatro, por supuesto! Voy a recitar por décima vez Romeo y Julieta, así como El Cid. Utilizaré el magnetófono.

 

Mamá me ha dicho: «Basta con un disparo en una manifestación, y ya ha empezado la revolución».

 

Las manifestaciones de esta tarde se dispersaron pacíficamente.

 

Hoy, aparte de la chica a última hora de la mañana, no he trabajado. Copié muchos textos interesantes del libro Balzac que voici, de Françoise d'Eaubonne. Cuanto más me adentro en su lectura, más ganas siento de leer a Balzac. Además tengo todos sus libros en mi habitación. En la mesa, Las ilusiones perdidas. La vi por TV. Me apasionó. No creo que pueda empezarla hoy, ya que esta noche... ¡ya lo he dicho!

 

Siento una curiosa sensación al trabajar sobre textos que los más grandes dramaturgos han trabajado. Por supuesto, empleo la palabra «trabajar»; de hecho exagero, pues no hago más que ejercitarme, leer en voz alta, articular, respirar bien...

 

Esta noche estoy muy bien... En los dos sentidos...

 

 

 

Jueves 30 de mayo de 1968. Las cinco y cuarto de la tarde ¡Día histórico!

 

De Gaulle pronunció su discurso. A las primeras palabras, mamá exclamó: « ¡Es la revolución! »

 

Me explicó que De Gaulle cuenta con permanecer en el Poder y que ahora nos tratarán a todos a punta de baqueta. Que todo tiene que volver al orden; de lo contrario...

 

Mientras tanto, esperamos (mamá y yo) las reacciones por la radio. Hay peligro de huelga general. Hemos llenado la bañera de agua, todas las botellas vacías, el cubo, el bidet, jarros. Patatas (en una gran cacerola) y un kilogramo de arroz. Nunca se sabe. Me gustaría que papá estuviera aquí. Esta noche cerrarán las puertas de París.

 

Compré biscotes, Nestlé y cacao.

 

La Asamblea ha sido disuelta, pero el primer ministro, Pompidou, se queda.

 

Mamá está nerviosa, inquieta. Basta ahora me divertía llenando las botellas, pero ahora empiezo a inquietarme.

 

¡Me gustaría que papá estuviese aquí

 

Dieciséis años. Jueves 6 de junio de 1968 Las once de la noche, en el Revard.

 

Hoy ha muerto el senador Bobby Kennedy. Ayer, en Los Ángeles, un árabe le hirió de tres balazos. Noticia fulminante. Un minuto de estupor, de cólera y de consternación. Acababa de ganar las primeras elecciones en California. Estaba contento; iba a abandonar el lugar cuando se desencadenó el drama. Una bala le penetró en el cerebro. Cinco cirujanos, durante tres horas intentaron extraerle las tres balas. Pero la que estaba alojada en el cerebro dejó granos de pólvora, aunque se la extrajeran. Durante 24 horas todo el mundo estuvo pegado a la radio, en espera del resultado de la operación. Todos sabían que, aunque sobreviviera, el senador Kennedy nunca podría reemprender su carrera política. Se quedaría ciego o paralítico. A las nueve y cuarto, Bobby Kennedy moría.

 

Lo encontré horrible. Tenía cuarenta y dos años, estaba casado y era padre de diez hijos. Guapo, sencillo, inteligente, bueno y justo. Es una enorme pérdida. Yo le admiraba mucho. Pienso, consternada, en sus hijos, el mayor de los cuales tiene diecisiete años, y en su mujer, joven aún. Pienso en Luther King, y en el hermano de Bobby, el presidente Kennedy.

 

El otro día mamá encontró en «Le canard enchaîné», una imagen sorprendente. Representaba un cementerio: tres tumbas. En la primera una K (Kennedy), en la segunda otra K (King) y en la tercera otra K (Kennedy). Mamá se la guardó.

 

Al principio, mamá dijo: «Es la misma conjura que en el caso de Kennedy y de Luther King; echarán tierra al asunto. ¡Es increíble! ¡Es un país de salvajes! Todo el mundo tiene permiso de armas. ¿Crees que eso es normal?»

 

En fin, que las dos estábamos consternadas y muy apenadas. Yo pienso en los niños y también un poco en lo que va a ocurrir en América, pero sobre todo en sus hijos y en su mujer.

 

Lo que todavía me parece más horrible es que el asesino, jordano, había escrito en su agenda: 5 de junio, asesinato de Kennedy.

 

Seguramente eligió ese día porque ayer, en Israel, era la fiesta de la Victoria del 5 de junio de 1967.

 

Así Kennedy murió por Israel; se sabe que estaba a favor de este país.

 

Esta muerte me ha impresionado mucho. Me gusta demasiado la vida y no soporto que uno muera tonta e injustamente; Kennedy siempre hizo y siempre quiso el bien.

 

 

 

 

SEGUNDA NOVELA CORTA

 

En el Revard, 9 de junio, desde las cuatro a las cinco y media de la tarde, más o menos

 

Marc está enfadado con Frédérique por una razón que todavía ignoro. Frédérique está echada en el diván del salón. Apenas oye lo que le dice Marc. Sus gritos la cansan. De repente, sin saber por qué, dice:

 

‑¡Mierda!

 

La voz colérica cesa. Se hace un silencio absoluto. Frédérique mira fijamente delante de sí con aire obstinado, y piensa: «Mejor habría hecho callando. Pero la culpa es suya, no me gusta que me chillen. ¡En fin, lo hecho, hecho está! »

 

 

No se atreve a mirar a Marc, clavado en el suelo a causa de la estupefacción. Espera, ansiosa, lo que va a decir. Hubiera preferido que gritase, que rompiera algo, en vez de quedarse silencioso, inmóvil.

 

Al fin, después de varios minutos de silencio, contesta con voz ronca y apenada:

 

‑No sabia que fueses tan grosera. Me has decepcionado.

 

Luego, antes de que Frédérique pueda hacer un movimiento, salió de la habitación; el ruido seco de la puerta al cerrarse tras sí irritó a Frédérique y le hizo daño. Ese dolorcillo no duró más que un segundo.

 

Frédérique no se movió. Estaba cansada, triste y harta de que la riñeran como a una niña. Tenia ganas de hacer lo que le viniera en gana: ser libre de sus actos y no tener que dar cuentas a nadie. Sabe que Marc está enfadado, pero no tiene ganas de levantarse, de pedirle perdón.

 

Las lágrimas resbalan por su rostro; llora desconsolada... y de vergüenza. «Sí, siento vergüenza porque sé que Marc está en su habitación, sufriendo por mi culpa. No quiero que sufra. Pero ¿qué me ocurrió? Y, además, sé que me riñe por mi bien. Me quiere. Pero cuando me reñía, tuve la impresión de que era como la profesora de matemáticas que tuve en 6°, y que un día estaba muy enfadada conmigo debido a la mala presentación de mi cuaderno, que me rompió en pedacitos, y me envió al despacho de la directora con una nota en la que decía que no me quería más en sus clases. ¡Y la desgraciada palabra que se me escapó iba dirigida a la profesoral! No, me miento a mí misma, pues temblaba tanto ante ella que ni por un segundo pensé en decirle... lo que yo me sé. Esta historia de la profesora no me justifica y soy una mala chica»

 

Se volvió boca abajo y, con la cabeza hundida entre los cojines, lloró largamente. Su corazón estallaba de dolor y se sentía muy desgraciada. Luego, poco a poco, los suspiros fueron disminuyendo y la calma volvió a la habitación. Frédérique, apoyada en los codos, se frotó los ojos y murmuró:

 

‑¡Perdón, Marc!

 

Pero Marc estaba en su habitación, solo con su dolor; esperaba, quizá. ¡A menos que se hubiera marchado!

 

Se levantó bruscamente, salió del salón y, con la cabeza pesada y las piernas temblorosas, cruzó el corredor, sollozando, aterrorizada de que no estuviera allí. Abrió la puerta de la alcoba y entró.

 

Sí, estaba allí: hundido en un sillón, con la frente apoyada en sus manos. Su rostro, impregnado de una profunda tristeza, parecía que hubiera envejecido varios años. Ni siquiera levantó la cabeza cuando Frédérique, con voz suplicante, le dijo:

 

‑¡Perdóname!

 

Con los ojos anegados por las lágrimas, miraba con todas sus fuerzas a ese hombre tan admirado, tan amado por ella. Con una mano cansada, se arregló un mechón que le caía sobre la frente. Entonces, Marc le dijo, con voz fatigada y resignada:

 

‑¡Márchate! ¡Me haces tan desgraciado!

 

Cerró con fuerza los ojos, pero no pudo reprimir una lágrima. Ante esa lagrimita pura, inocente, debida al mal que ella le había causado, Frédérique le dijo, con la voz trastornada por la emoción:

 

‑¡No, no llores! No llores por mi culpa, te lo ruego: no lo merezco. ¡Soy una mala chica! ¡Perdóname, no lo volveré a hacer!

 

Y su bello rostro bañado en lágrimas se frotó contra las rodillas de Marc. Lloraba desconsoladamente. Cuando sintió que una mano le acariciaba el pelo, levantó la cabeza y murmuró tímidamente:

 

‑¿Ya no estás enfadado?

 

La dulce sonrisa que iluminaba su rostro le indicó que estaba perdonada, y con un movimiento de cariño se refugió en los brazos protectores de su amante. Todavía emocionada, recorría su rostro con leves besitos, mientras le murmuraba agradecida:

 

‑¡Gracias, gracias, gracias! ¡Te quiero!

 

A Marc le hacía sonreír aquella alegría infantil. La había perdonado y su corazón sufría aún; pero ante aquella niña que adoraba y que le había pedido perdón con aquel tono tan emotivo, se había fundido en ternura.

 

Entonces, Frédérique, tranquilizada, se acurrucó entre los brazos de su amigo y, arrullada por sus caricias, se durmió.

 

 

 

9 de junio. En el Revard

 

Mamá acaba de leer el texto que he escrito sobre Frédérique. Le ha gustado el principio, pero no el final. Me ha preguntado: ¿Lees «Nous Deux», «Confidences»? (ya hace tiempo que no las leo). De acuerdo, es del tipo «Nous Deux». Las lágrimas. ¿Has visto a un hombre que llore por una mierda? Yo le expliqué que era dulce, que la adoraba. En fin, que no creo que le gustase. Confieso que me fastidió que me comparara con los escritores de «Nous Deux» y «Confidences». Yo le he dicho que, en definitiva, podría enviar el texto allí. Pero mamá me contestó que no era lo bastante extenso. Cuando la dejé y volví a mi habitación, tenía un nudo en la garganta y muchas ganas de llorar. En fin, tal como ella dijo: ¡No está mal para une chica de dieciséis años, y no puedo ser un genio de golpe!

 

 

 

10 de junio de 1968. Las once de la noche

Dieciséis años. Revard

 

Acabo de ver por la TV El hombre tranquilo, una película de John Ford. Formidable. Me encanta John Wayne. Creo q actúa de maravilla. En la película, estaba de un seductor. Me encuentro en el Revard. Mamá está loca de alegría, lejos de casa, de todos los problemas.

 

AL principio, en París, tuve cierta depresión. No quería marcharme, no sentía deseos de estar sola y tenía la impresión de que esos días en el Revard me acercaban demasiado deprisa a la estancia en el hospital del mes de julio. ¡Razonamiento ridículo! En fin, que egoístamente (pues sabia que mes que pasamos en el Revard es el más agradable de todo año para mamá, el único mes que puede trabajar con toda tranquilidad), no quería marcharme y todavía me veo desean prácticamente una guerra civil. ¿Estaba loca? No, me comporté como una niña, sencillamente.

 

También tuvo un poco la culpa mamá. Una noche, duran los disturbios que vivimos, mamá me llamó y me dijo:

 

‑Mira, he pensado una cosa. De hecho, no sirve de nada que nos quedemos en París, y si no hay gasolina no podemos marcharnos al Revard. Y también he pensado otra cosa. ¿Y nos fuéramos a Túnez? *  Las maletas están preparadas; sólo hay que sacar los billetes. ¿Qué te parece?

 

Hablaba en serio, desde su cama, algo preocupada y con la expresión cansada. Yo, por unos minutos, me sentí loca de alegría, sin atreverme a creer en esa dicha que no había ni imaginado.

 

De modo que acepté encantada, y decidimos que si la situación no se arreglaba al día siguiente, al otro nos marchábamos.

 

Me fui a la cama, feliz, con la mente agitada por mil proyectos. Ya me imaginaba al borde de la piscina, bronceándome; luego, con un vestido tahitiano, recibiendo a los amigos de papá y a los míos, en casa de mis tías, en mi preciosa habitación turquesa y blanca.

 

Estaba tan contenta que no podía dormir. Tomé un somnífero del botiquín (que me autorizaron en el hospital cuando padecía insomnio). Luego, me levanté bruscamente, fui a la habitación de mamá y le pregunté inquieta:

 

‑Dime, mamá, ¿tienes bastante gasolina para llegar a Orly?

 

Me dijo que había de sobra para ir y volver.

 

AL menos tardé una hora en dormirme.

 

Voy a acostarme enseguida, pues son las once y veinte y no tengo la menor gana de que mamá descubra mi cuaderno.

 

Estoy leyendo, en la cama, Verlaine, tel qu'il fut, de François Porché. Muy bien. Mejor que la de Francis Carco (Biografía).

 

 

 

Miércoles 12 de junio de 1968. Las diez y media de la noche. Dieciséis años.

 

Francia está llena de violencia desde hace dos días. Es de locura. Millares de heridos. Un padre hiere a su hijo de diecinueve años, porque es uno de los revoltosos, y después de una violenta disputa, éste insulta a su padre, que ahora está en la cárcel. Período de elecciones. Kennedy ha sido trasladado al cementerio donde reposa su hermano.

 

Yo estoy en plena crisis de pereza. No trabajo nada. Todavía me quedan dos series, que ya debía haber enviado.

 

Dibujo mucho. Me encanta dibujar.

 

Leo enormemente. Lo último:

 

Pepsie, de Paulette Bruno. Muy simpático.

 

L'amour vous connaissez?, de Bill Nantoff y France Roche. Ningún interés.

 

Monsieur Ripois, película de René Clement, con Gérard Philippe. ¡Muy bien!.

 

Ocho y medio, película de Fellini. Bien, pero no la acabé de entender.

 


Las leí en la colección «L'avant‑scène. Théâtre ou Cinéma.»

 

Escucho la radio. Manifestaciones sin cesar (en Estrasburgo), a pesar de las prohibiciones gubernamentales.

 

Hace poco, mamá me dijo:

 

‑Vendrá la revolución. De Gaulle tiene que marcharse.

 

Más tarde, cuando le decía que Cohn‑Bendit estaba en Londres, contestó a mi pregunta:

 

‑¿Qué crees tú?

 

‑Tengo la impresión de que Cohn‑Bendit quiere una unión internacional.

 

¿Qué ocurrirá ahora?

 

Monte Revard. Lunes 24 de junio de 1968. Las siete de la tarde

 

Mi queridísimo y único hermano:

 

Como podrás comprobar, mantengo mi promesa. Aunque promesa no es la palabra exacta, ya que fui yo la que propuse escribirte. ¡Pero no voy a empezar con cosas tan complicadas!

 

Bueno, ¿cómo estás? Parece que tienes la moral por los suelos. ¡Vamos, no te dejes desanimar en el último momento) ¡Estoy segura de que aprobarás, porque tú tienes voluntad, y la voluntad lo es todo! ¡Mira, aquí me tienes filosofando! Claro que te compadezco; ya sé que los exámenes nunca han sido agradables, pero no me inquietas nada, y aunque seas algo complicado, tienes memoria y eres muy trabajador.

 

De modo que, según mi humilde punto de vista, nada te impide aprobar tu examen: así que, por favor, no vayas a romperte una pierna y pon todos los despertadores de la casa (¡Dios sabe la cantidad de ellos que la invaden!) en tu habitación, la víspera del examen. Acuéstate temprano y duerme por lo menos diez horas, para estar despierto y seguro a la mañana siguiente. Sobre todo no tengas miedo de los profesores; de lo contrario perderás todas las posibilidades.

 

Te lo aconsejo, insisto, te lo repito: «¡No te deshinches!», aunque por nada del mundo me gustaría estar en tu lugar.

 

Mamá y yo estamos seguras de que lo pasarás, ¿sabes? Además, Minou* lo ha predicho en las cartas, así que...

 

Pero no voy a pasarme la vida hablándote del examen; la cosa ya debe empezar a cargarte. ¡Sí, sí, no lo niegues, lo adiviné!

De acuerdo, cambiemos de conversación. O, mejor, ¿y si yo cambiara de tema? Pues entre los dos, yo soy la que hablo, charlatana que es una. ¿Qué voy a contarte? ¿Que mamá ha adelgazado cinco kilogramos y yo, uno y medio? Inútil, ya lo sabías. Pero... lo que ignoras es que comimos en casa de los Bouvard aquellas tartas. ¡Imposible describírtelas! ¡Son... suculentas, divinas!

 

¡Naturalmente, no son adelgazantes! ¡Pero tan ricas, tanto...! Bueno basta, que a base de hablar me van a entrar ganas y a ti lo mismo. Así que acabo con el capítulo de tartas.

 

Te confesaré que desde hoy me he puesto a régimen, porque si hace dos semanas pesaba 58 kilogramos (de locura, ¿no?, en los dos sentidos, ¡apostaría a que estoy más gorda que tú!), hoy no te garantizo nada. De modo que, desde hoy, se acabaron los pasteles, adiós a los helados (¡debo confesarte que también comía helados!). Pero, mira, desde que estoy aquí no he probado ni una miga de pan. ¿Maravilloso, no?

 

¡Pero hablar de comida, y de más comida, acaba por ser monótono!

 

A propósito, debes perdonarme los signos de exclamación, pero cuando escribo no puedo evitarlo. Mira, una frase que se acaba con un punto es demasiado grave, demasiado dura. Mientras que con un signo de exclamación, es más... ¡exclamativa!

 

Hace unos instantes, he necesitado media hora de rollo con mamá para que fuéramos a dar una vuelta. En este aspecto, las dos somos muy perezosas, cada una en su momento. Así que cuando yo tengo ganas de salir a pasear, ella no. O al contrario.

 

¿Y sabes por qué no me, atrevo a pasear sola? Porque hay una especie de pequeño imbécil (17 años ¡y feo!) que vive abajo y que cada vez que me ve, me llama y me sigue. ¡Y lo mejor de todo, como te decía, es que vive abajo! Somos nueve en el Monte Revard y tenía que vivir justamente debajo! ¡Confiesa que es un poco fuerte! De modo que tenemos derecho a radio, silbidos, canciones (¡canta fatal! ), desde que abres la ventana.

 

Pero abandonemos el tema, porque este chico me pone demasiado frenética.

 

¿Así que regresas a Túnez? ¿Y no estarás aquí los días que yo pase en el hospital? Lástima. Como tú dices, muy pronto nos veremos en La Marsa, ¡en nuestra bonita casa!  ¡Si supieras cuánto sueño con esa casa! La piscina, la fuente, mi habitación, mi cama... Ya me gustaría estar allí.


¡Mira, daremos fiestas! Tengo la intención de divertirme a fondo. No temas, no pienso flirtear. ¡No tengo ningunas ganas y menos en La Marsa! Te voy a dejar con la palabra «Marsa», que para mí significa las vacaciones. Un beso muy fuerte y te deseo otra vez más mucha suerte en tu examen. ¡Hasta pronto)

 

Dominique. ¡M... para el bachillerato!

 

 

 

Monte Revard, 26 de junio de 1968. Las dos de la tarde.

 

Querida Marianne y querida Marie‑Emmanuelle:

 

¡Hola! ¡Espero que estaréis bien! Al fin os escribo (como podréis comprobar, hace exactamente veinte días que esto esperando el momento favorable para escribiros, dado que acabo de sufrir una crisis de pereza increíble) en un día niebla, lluvia, frío. ¡Cuando pienso que ayer, a esta misma hora me estaba bronceando al sol! Lo malo es que estoy morena por un lado y blanca por el otro. ¡Como un dominó! Y con esto dejo, queridas amigas, porque, ¡oh milagro!, voy a ponerme trabajar. Vuelvo a París el 2 de julio y entro en el hospital el 4. Ya os llamaré. Saludos a vuestra madre y a Nicolás.

 

Un fuerte abrazo para las dos y os deseo: ¡felices vacaciones!

 

¡Adiós!

 

Dominique

 

 

 

Quisiera ser Una cigüeña blanca, alta y bella

En un trocito de techo buido.

 

Verano del 68

 

 

 

24 de julio de 1968

 

Más de un mes de silencio. Pasó el fin de la estancia en Revard, los días en Lyon, el regreso a París y dos días después el ingreso en el hospital. Los exámenes. Esos periodos de hospital en que todo se detiene para mí, en que únicamente se trata de ayudar a mi hija a soportar el tratamiento.

 

Tuvo una calma, una valentía y una paciencia extraordinarias, a pesar de que le practicaran una tercera punción: «Hice este razonamiento: generalmente, durante un mes, pienso que van a hacerme daño. Luego, este darlo dura dos minutos; a veces ni llega. Más vale aguantar. ¡Dos minutos, en una vida, es muy poca cosa»

 

‑Ésta es una chica inteligente ‑ha contestado el profesor lean Bernard.

 

Desde ayer, La Marsa. La nueva casa: un verdadero palacio en el que cada uno de nosotros podrá vivir como un rey sin molestar a nadie. Es la primera vez que me siento bien y feliz en Túnez. Lejos del griterío, de la agitación de las playas, del incesante ruido de los vecinos, de las sempiternas idas y venidas de los sobrinos, al abrigo de todo.

 

Una gran decisión tomada con Dominique: no esperaremos más, viviremos a nuestro gusto: comida a la una, cena a las ocho. Para los que quieran vivir a su aire habrá otro servicio.

 

¡Esta casa es un milagro! ¡Tan fresca! ¡Sólo la abandoné media hora para ir a ver a Jeanne y en su casa hacia un calor! ¡Realmente mi marido es un gran arquitecto!

 

 

 

Dieciséis años. Túnez. La Marsa, 26 de julio de 1968

Las once de la noche

 

Estoy acostada en un fino colchón de espuma, cubierto de una tela de algodón con franjas horizontales de color violeta, verde, marrón y bermellón. Escuchaba un disco de música clásica, de Vivaldi (flauta), cuando llega mi hermano, gruñón, gritando:

 

‑Bueno, yo voy a acostarme; apaga el tocadiscos.

 

Confieso que le contesté con un:

 

‑¡No empieces ya, voy a acabar el disco!

 

En definitiva, me deja acabar el disco. Esta música (Concierto para dos violines, Concierto para dos flautas) es encantadora, ligera y alegre. Antes escuché La trucha, de Schubert. Hacía no sé cuánto tiempo que tenía ganas de escuchar este disco, sobre todo desde que leí la vida de Schubert (en una traducción tan mala que ya casi la olvidé). Me siento loca de alegría; esta tarde, hacia las seis y media, mamá, mi primo Jacky y yo fuimos al apartamento de Túnez a recoger todo los discos buenos de jazz y de música clásica. Por lo menos llevé treinta. Estos son los discos que no se vendieron o, más bien, que quedaron, cuando los hermanos de papá vendier la tienda. Todavía quedan dos o tres cajas llenas. Es maya lioso. Ahora disponemos de toda una discoteca.

 

Mi mano izquierda empieza a anquilosarse. Subiré a anquilosarse. Subiré a acostarme con Le comédien désincarné, de Louis Jouvet.

 

Son las once y veinte.

 

 

 

26 de julio de 1968

 

Dominique le ha escrito a su padre que la casa de La Marsa estaba hecha a su imagen: bonita, feliz de existir, de exhibirse, de vivir. En otras palabras, es exactamente lo que yo sentí y lo que le escribí la víspera. A fuerza de vivir siempre juntas, esta cría se me parece cada día más.

 

‑Me siento feliz‑ me dijo ayer‑, porque te admiro mucho. Desde mi enfermedad he cambiado mucho y cada día estoy más cerca de ti.

 

Es cierto que vivimos en una perfecta simbiosis. A veces nos ocurre que decimos lo mismo, o pensarnos lo mismo, en el mismo instante.

 

Alain me preocupa mucho. Un testarudo que no quiere oír consejos de nadie. Totalmente ilógico, irrazonable, nervioso, superado por su angustia, incapaz de dominarse, de gobernarse, de autocontrolarse. Durante los días de mayo, llamó cada día a París, a un amigo. Y ahora está inquieto por la reacción de su padre. ¡Y con mucha razón! Su gran debilidad: creerse muy fuerte. Desde que empezó la enfermedad de Dominique, lo dejo demasiado libre. Cuando se te quema la casa, lo primero es apagar el incendio. ¿Cómo volverlo a controlar? ¿Cómo ayudarle?

 

 

 

Sábado 27 de julio de 1968. La Marsa

Las nueve y media de la mañana. Alcoba

 

Esta mañana me despertó el timbrazo de mamá para llamar a la criada; no me gusta esta palabra: a nuestra sirvienta Zora. Consulté el reloj, comprobé la hora y cuando oí a Zora subir a nuestro piso, la llamé. En un pedacito de papel, escribí: «Son las ocho y media», y se lo mandé a mamá. Desde hace algún tiempo duerme muy poco y por la noche, antes de acostarse, como su cerebro está fatigado, le cuesta encontrar las palabras para expresarse con claridad. Esto la pone frenética.

 

¡Pobre mamá! Cada mañana se despierta muy temprano porque, aunque hay una cortina, la luz penetra en la habitación. Además, la ventana o, más bien, las puertas cristaleras que reemplazan la ventana, están justamente delante de la cama y eso le impide dormir, con tanta luz como le llega a los ojos.

 

Hemos desayunado: té, un gran vaso de agua y tostadas. Nuestras tostadas son biscotes tunecinos sin sal, recalentados en el horno. Mamá tuvo esta idea genial; cuando Zora los compró y nos los trajo, tuve la impresión de encontrarme ante esponjas secas usadas y amarillas; infectos, ¡no comestibles! Al horno, están deliciosos. Otro asunto solucionado.

 

Ahora estoy en mi preciosa habitación y mamá se ha vuelto a dormir.

 

De modo que estamos en La Marsa. Me siento muy feliz. Papá nos ha hecho una casa preciosa con piscina y jardín. Esta casa es una obra maestra de la arquitectura. Todas las lineas son puras, claras, bellas. Está amueblada con gusto. Todo el pavimento es de mármol gris claro tirando a blanco. La sala es muy grande; tiene dos niveles. Mamá acaba de ir al cuarto de baño que está enfrente de mi habitación, exclamando: «¡Es una lata, no puedo dormir!». Luego, unos instantes más tarde, al darse cuenta de la pila de hojas en las que los días están marcados en rojo (cada hoja lleva un día):

 

‑¡Oh no, no vas a hacer eso! ¡No me digas que vas a marcar todos los días!

 

‑¿Por qué no?

 

‑¡Es horrible, los días se van a escapar! ¡Pasan tan deprisa!

 

Pero continúo la descripción de la casa. De modo que en la sala, que está a dos niveles, se puede hacer un escenario en la parte alta. Un escenario fabuloso. Está delimitado por una curva preciosa. Desde el salón‑comedor se puede ver el exterior, pues todas las puertas, excepto dos, son de cristal. Se ve la piscina hecha de mosaicos, con el fondo de color turquesa. En esta casa me siento mimada porque el turquesa es mi color preferido. Toda la casa es turquesa y blanca. Son los colores que se encuentran en los países del norte de África.

 

El jardín es muy bonito, cubierto de flores. Me encanta escuchar el ruido del agua de la maravillosa fuente que tenemos; se parece a las fuentes romanas, de piedra pulida blanca. Encima del pequeño pilón, con los bordes curvados hacia afuera, tres peces, delicadamente esculpidos, con la boca muy abierta, aparecen como en un gracioso movimiento de rotación inmóvil. También tenemos un jazmín que perfuma todo el jardín. Cada día tres jardineros se ocupan de las flores. Los tres pertenecen a la Presidencia. Podemos tener la seguridad de que nos dejarán un bonito jardín.

 

Ayer tomé mi primer baño en la piscina. Fue divino. El agua estaba limpia y fresca.

 

La Marsa. Dieciséis años. Domingo 28 de julio de 1968. Alcoba. Las doce menos diez de la noche

 

Esta noche me duelen mucho los pies. Es normal, pues estuve esperando media hora a mi tío Miro; charlaba con la gente en la calle. En definitiva, que para tomar un helado tuve que ir con mi tío Nani. Y todo porque no puedo conducir: soy demasiado joven y, debo confesarlo, miedosilla. Sin sangre fría; me daría mucho miedo conducir.

 

Hoy he recibido muchos cumplidos, sobre todo por la noche. Llevaba mi vestido turquesa, tirando a verde oscuro, de tipo ruso; el pelo suelto, zapatos (sandalias) de plata, un trazo negro sobre los párpados, rimel (muy poco); en la muñeca derecha una pulsera de pequeñas conchas amarillas (mamá llevaba la suya, que es igual, en la otra muñeca). Quedaba muy bonito. Como estoy cansada, mañana proseguiré mi relato. Voy a leer un poco de Flaubert par lui‑même.

 

Me hicieron muchos cumplidos sobre mi vestido turquesa y mi pelo suelto, etc. Sobre todo, mis primos. Más que nadie, Jean‑Luc. Pero en su caso no son cumplidos, son opiniones. ¡Siempre me dice la verdad! ¡Es maravilloso!

 

Hacía tiempo que me sentía muy desgraciada, porque tenía la impresión de ser otra y mala. ¡Qué agradable es ser guapa!

 

 

 

Viernes 2 de agosto

 

Papá está en Skanès. Llevo el pelo muy corto, porque se me caía por culpa de los medicamentos, de modo que tuve que cortarlo: orden del médico. Se me caía por el calor, por los medicamentos y también, según dice Alain, porque cada siete años (el pelo no empieza a crecer hasta los dos años) el pelo se cae y se renueva.

 

 

 

Viernes 2 de agosto. Las doce menos cuarto de la noche

 

¡Es sensacional! ¡Actúo en una obra! Con chicos muy jóvenes, de doce a quince años: El médico a palos, de Molière. Hago el papel de Martine. Es un personaje que me va de maravilla: ¡Sólo tengo que imaginarme que estoy insultando a Alain! Tengo dos Sganarelle. Estoy segura de que el primero fallará, así que cogí otro. Tiene doce años. No es muy alto, pero sus ojos brillan de inteligencia; gordito pero adorable. Mucho encanto. Según el horóscopo chino, tiene el mismo signo que papá: el arte de gustar... Es absolutamente cierto para los dos. Hemos pasado el día ensayando: Philippe (Primer Sganarelle), Didier (Segundo Sganarelle) y yo. Por la noche, Didier y mi prima Danielle, que hace de Lucinde, cenaron conmigo. Luego escuchamos música clásica, pues a Didier y a mí nos encanta. Al fin, hacia las once se marchó Danielle; luego, a las once y media, Philippe, y finalmente Didier, a las doce y porque lo llamaron. Estábamos escuchando un disco de Mozart. Me hubiera gustado que se quedara un poco más. Mañana vendrá a las diez. Estoy loca de contenta por haber conocido a este chico encantador; es inteligente y dulce, muy afectuoso, muy amable.

 

Mamá está muy extrañada, pues ya tenemos las dos primeras escenas. Es maravilloso. Bueno, tengo que dormir, si no empiezo a ponerme nerviosa, como anoche. Sí, pasé la noche en blanco. A las tres de la madrugada estaba hablando, completamente despierta y muy bien.

 

Hace calor.

 

Ahora soy yo quien dirige la casa. Mamá me ha dado plenos poderes.

 

También hago de ayudante de dirección. Preparo el terreno; es largo, pero interesante. Antes de repetir con mamá, trabajo cada frase con cada uno durante horas. A lo mejor me vanaglorio un poco, pero el resultado es bueno. ¡Me parece maravilloso que mamá se interese por lo que hacemos!

 

¡No tengo ganas de dormir!

 

 

 

La Marsa 16 de agosto de 1968. Las once y media de la mañana

 

Querido Philippe:

 

Espero que no estés demasiado enfadado por haber tardado tanto tiempo en contestar tu carta, que me dio una alegría infinita. Te confesaré que no me la esperaba; corno soy una gran perezosa durante las vacaciones (y creo que cuando no estoy de vacaciones también), ni se me ocurre la posibilidad de que alguien pueda escribirme en esta época del año.

 

Me gustaría hablarte de nuestra casa, pero es tan bonita, sus líneas son tan puras y armónicas, que temo quitarle parte de su encanto al describírtela habitación por habitación. Basta con que sepas que, como el salón tiene dos niveles, me he encontrado con un escenario maravilloso. Como seguramente habrás adivinado, es lo que más me gusta. Hasta tal punto me entusiasmó este escenario improvisado que reuní una pequeña compañía de actores jóvenes, de diez a dieciséis años. Como éramos seis u ocho, les propuse representar El médico a palos. Trabajamos mucho durante una semana. Yo tenía el papel de Martine y te confesaré que me sentía de maravilla en la piel de este personaje. Además, es sencillo (ya sabes que es el papel de una perfecta comadre); bastaba con imaginar a Alain en el sitio de mi pobre Sganarelle y la cosa funcionaba de miedo. Desgraciadamente, los niños se cansaron muy pronto. Fue una lástima, pero estoy contenta de esa pequeña experiencia porque en realidad pasé momentos deliciosos. (Mamá era nuestro director. Es sensacional.)

 

Mamá, mi tía Jeannette (ya sabes, la que vende pieles) y yo nos vamos el lunes a Skanés Village. Tengo ganas de divertirme un poco y de hacer nuevos amigos. Aquí no puedo ni flirtear; estoy protegida por mis primos (¡tengo tantos!) y mi hermano que dicen: «¡Cuidadito, chico, no te acerques a mi prima!» Además, desde que tuve ocho años los chicos son los mismos: todos son niños de papá, tienen la cabeza vacía y (¡con perdón!) me cabrean.

 

Mientras que en el pueblo los jóvenes no son niños de papá y el ambiente es mejor. Bueno, me parece. También hay otra razón por la que me escapo en directa con mamá y es la familia. Como podrás comprobar, no eres el único al que se le cae la familia encima. ¡Y si al menos me entendiera! ¡Pero no, eso sería pedir demasiado! Sólo me entiende mamá y es con la única que me siento realmente bien. Es terrible lo que voy a decirte, pero ahora soy incapaz de soportar a ninguna mujer u chica que me habla de cosas fútiles, ni diez minutos. Tengo la impresión de perder cl tiempo, ¿me entiendes? Encuentro que la vida es demasiado corta para no aprovecharla plenamente. Ya sé que soy muy exigente.

 

Últimamente estoy muy triste. Tengo ganas de divertirme, pues siento que, si no lo hago ahora, me encerraré cada día más en mí misma. He tenido muchas crisis depresivas. Por esto siento la necesidad de divertirme un poco. No podéis imaginaron cuánto os echo de menos a ti y a Serge. No es que me aburra; es que estoy triste, ¿sabes?, y ni siquiera tengo ganas de hablar (yo, que soy una parlanchina de cuidado). En fin, que la cosa está mal y tengo la moral por los suelos. Y además ya no me siento segura de mí. Me han cortado el pelo muy corto porque se me caía, como a un chico. Y cuando me miro en el espejo, ya no me reconozco. Es espantoso. Sólo me siento yo misma cuando me olvido de la cara que tengo y hablo o escribo. En fin, que interiormente soy yo, pero en el aspecto exterior soy otra. Todo el mundo me encuentra guapa, pero yo no. Perdí aquella seguridad que tenía anees. Es terrible. Tengo la impresión de que la gente miente cuando me dice que soy guapa y que incluso lo hace para ponerme contenta. Es curioso, pero estoy tan harta que tengo ganas de llorar; estoy cansada de todo.

 

Es la una y diez y hace hora y media que te escribo. Ya empiezo a arrepentirme, ¿ves? Pero necesitaba tranquilizarme. No sé si te enviaré esta carta porque en un momento ciado olvidé que era a ti a quien hablaba. Te he contado muchas cosas y me pregunto si hice bien. ¡Y ya está! Voy a acabar esta carta porque si empiezo a reflexionar sobre el porqué de las cosas, no la enviaré jamás. No quiero releerla si no la rectificaré y corregiré. Perdona las faltas de ortografía. Un abrazo a  Serge de mi parte. Contéstame pronto. Y para ti, un abrazo muy, muy fuerte.

 

Tengo confianza en ti.

 

Dominique

 

 

 

 


La Marsa. Once de la noche. Martes 17 de agosto de 1968

 

Es una locura la rapidez con que transcurre la vida. Es terrible que se olvide tan pronto. No tomo nota suficientemente de mis pensamientos ni de lo que pasa en mi vida. Soy demasiado perezosa, y ante la idea de anotarlo todo pierdo la cabeza enseguida me desanimo. Desde que he llegado, han pasado tantas cosas que resulta imposible contarlas todas. Siempre dejo para el día siguiente lo que debería hacer el mismo día. Es mal método. Pero ahora, con este cuadernito, voy a poder anotar con mucha mayor facilidad. La vida es tan corta y los buenos momentos pasan tan aprisa, que habría que anotarlos todos. Me angustia mucho darme cuenta de que desde que ya escribo mi Diario olvido, poco a poco, las palabras y las frases exactas pronunciadas en una conversación.

 

Estoy en plena crisis depresiva. El otro día, hacia las cuatro de la madrugada, después de haber asistido a la comunión de Claude, en cuya fiesta me divertí mucho, bailé y recibí muchos cumplidos por mi vestido y por mí misma, me di cuenta que se había terminado, de que aquello definitivamente pertenecía al pasado, que se prepara una para una comunión durante un mes, al menos desde que empezó a hablarse del asunto, para volverse a encontrar en la cama, con sus recuerdos.

 

Sufro mucho cuando no escribo mi Diario, ya lo he dicho Pero ahora, con este cuadernito, voy a poder hacerlo más fácilmente. Podría llevarlo a todas partes conmigo.

 

Cuando veo vivir a la gente a mi alrededor, me pregunto cómo se las arregla para perder el tiempo en cosas fútiles Sobre todo, las mujeres.

 

Me pregunto también cómo todas esas personas que me rodean pueden vivir sin escribir su Diario para fijar sus ideas.

 

Experimento una necesidad vital de escribir mí Diario, pues cuando hablo tengo la sensación de que lo hago al vacío, y de que mis palabras se pierden en el aire. Mientras que cuando anoto mis ideas y opiniones, tengo la seguridad de que no se escaparán. Siento que no me expreso bien. En otra ocasión trataré de profundizar en este tema.

 

 

 

Septiembre

 

El domingo conocí a un chico encantador. Se llama Eddíe. Trabaja en la ORTF en Túnez; tiene treinta y dos años y es moreno, con un bigotito. Inteligente. Dulce. Guapo. Por la maña vino a bañarse en la piscina. Sobre todo habló con mamá. Es un gran amigo de Alain. Es musulmán. Lo encuentro muy simpático. Yo llevaba mi vestido rojo de flores. Sobre todo fue por la noche cuando aprendí a conocerle. Nos habló de su vida militar, de los problemas que le causó el hecho de volver de Francia casado con una francesa. También supe que se había divorciado. Su mujer es una cover‑girl de Marie‑Claire, muy guapa. Durante toda la noche no abrí boca. Le escuchaba. Me miraba a menudo. Esa noche estaba muy cansada y tenía la cara hinchada, pero me importaba un comino.

 

Al día siguiente, le vi hacia las siete. Yo estaba en mi habitación o, más bien, en la de papá, intentando arreglarme una camisa. Había pasado el día en cama. Me saludó con una gran sonrisa y entonces me di cuenta de que era guapo. En traje de baño no está bien porque tuvo un accidente. También tiene una gran cicatriz en el vientre, muy profunda. Tiene un poco de tripa (vestido no), pero seguramente será a consecuencia del accidente. Confieso que, como Alain me había dicho que era muy guapo, la primera vez que le vi me decepcionó.

 

Cuando bajé a su encuentro (mamá me había dicho que le había preguntado a Naima si Alain estaba allí, luego si estaba yo), llevaba mi falda rosa y una blusa bonita. Tenía calor, pues volvía del trabajo. Me habló de la obra de mamá con mucho entusiasmo. Se la había leído entre las doce y las dos, de un tirón. La encontraba muy, pero que muy bien, sin ganas de darle coba a mamá. Sus ojos brillaban. Como hacia fresco, le propuse entrar. Pero tenía que pasar por su casa a cambiarse. Luego volvería.

 

Subí a mi habitación y me cambié de ropa abrigándome un poco más. Había descansado todo el día y también estaba muy guapa. Sobre todo de cara. Me puse la falda de cuero y el suéter rojo de cuello de cisne. Luego reflexioné. No quería tener el aspecto de estarle esperando. Me fui a ver a Jean‑Luc. Me quedé con Claude, que se divertía con su hucha. Por la rendija habían penetrado trocitos de cerámica y con un cuchillo se entretenía en sacarlos. Le propuse pintar su hucha del mismo color que el material de que estaba hecha. A Claude le encantó la idea, pues tenía el aspecto de aburrirse mortalmente. Me llevó a su habitación para escoger el color con que pintarla. Yo le propuse el color de puesta de sol: naranja. Un poco trabajado, claro está. Él prefería el azul. Luego vino Jean‑Paul. Empezaron a discutir. Luego me dije que, a fin de cuentas, no me necesitaba para pintar; que no iba a ser yo quien decidiera el color, que se despabilara solito. Se lo dije y me fui a la habitación de J.L. Allí encontré a Betty con su hermanito. Yo estaba muy guapa, con mi falda de cuero y mi suéter, pero J.L. no hizo ningún comentario. Últimamente ha cambiado, desde el día en que volvió de Alemania y me trajo la lima de zafiro que le había pedido y que me confesó que había pensado en ella durante todo el viaje, que al llegar al aeropuerto la había pedido, pero que todas eran pequeñas, y que al día siguiente la había comprado en una perfumería. Sonriendo, le di muchos besos diciéndole: «Eres muy amable». Confieso que me gustaba besarle. De todas formas, me encanta dar besos a mis primos y a mis tíos. ¡Al fin me di cuenta de que se sentía incómodo!

 

Un día, mucho tiempo antes, en el mes de agosto, le leí su horóscopo chino, luego el mío. É1 era del mes del gato y yo del dragón. Leyó el mío y dijo que se parecía mucho a mi carácter. En medio, estaba escrito: «El dragón será requerido a menudo, pero él amará muy pocas veces. De este modo se ahorrará las penas del amor. Muchas veces provocará la desesperación en los demás». Después de leer esta frase, se detuvo y me dijo: «Es cierto... Te quise a menudo, ¿sabes?» Y yo, como una imbécil, le contesté: «Eres amable». Con gran dulzura. Hubo unos momentos de silencio. Esperaba tan poco este cumplido que ni siquiera lo saboreé. Me puse a reír y le dije: «¡Fíjate, es divertidísimo!» (Se lo dije más o menos con estas palabras.) No sabía qué hacer y le contesté una tontería. Habría hecho mejor callándomela. Más tarde me di cuenta de que tenía que haberle dicho: «¿Ah, sí? Pues no lo demuestras. ¿Por qué?»

 

Luego, otra noche, al darme las buenas noches, me apretó contra él colocándome las manos por detrás, sobre mi talle, para atraerme a él. Le di dos besos en las mejillas y en un momento dado, por descuido, le rocé los labios. Seguramente volvió la cabeza con demasiada brusquedad. Estábamos bajo el pórtico, delante de la puerta, por la noche. Aquella noche tenía un aire muy amable, muy dulce, muy atento. Como yo. Cuando me dejó, me quedé muy trastornada. Todavía quedaba en mis labios un poco de saliva.

 

Sí, ahora puedo confesarlo, me encanta Jean‑Luc. Pero lo quiero de una manera muy rara. No estoy siempre cerca de él. No. Digamos que saber que está en la casa de al lado me gusta mucho. No pido nada más. Desgraciadamente, lo que antes más me gustaba, es que siempre encontrábamos tiempo para quedarnos solos, para hablar. Me contaba sus pequeños amoríos y me explicaba ciertas cosas sobre el amor. Ahora se acabó. Y todo porque un día le dije francamente lo que pensaba de él y, entre otras cosas, que era de «una gran imaginación para inventarse historias». Entonces, automáticamente, sólo me busca para impresionarme con sus historias de chico, porque sabe que no me las creo del todo. Pienso que ahora tiene miedo de mí. En el sentido de que se vigila cuando me habla. No quiere que lo descubra y teme mi reacción, tal vez. En fin, es posible que me equivoque de cabo a rabo.

 

Todo lo que sé es que ya no es el mismo y que parece ignorarme. Esto me da mucha pena. Confieso que me gustaría ser su flirt, pues, aunque le critique, me encanta estar con él a solas. Momentos cada vez más escasos.

 

En definitiva, cuando escribo todo esto, me digo que de lo que tengo ganas es de un flirt. Tres años más, eso es lo que me ha faltado. Pero hablo y hablo. Ahora me doy cuenta de que tengo frío porque estoy en medio de la corriente de aire.

 

 

 

La Marsa. Lunes

 

Salida al «Hilton» con los padres y M. D.

 

Me quedé un cuarto de hora con Eddie antes de que llegara Alain (me ha regalado un joyero de cuero violeta).

 

Cumplidos por mi vestido chilaba amarillo‑limón. Ante mi incertidumbre al lado de los maniquíes: «No se inquiete por eso. Si la maquillaran como ellas, sería una diosa».

 

Por la noche, antes de ir al «Hilton», me di cuenta de que Alain y Eddie discutían al lado del coche. Cuando me vieron, se detuvieron, cono subyugados. Eddie y Alain me miran moviendo la cabeza con aire de admiración. Cumplidos por mi vestido azul de muselina. Comparaciones con un personaje de Rembrandt o de Rubens.

 

Alain: «La belleza o el vicio, ya no me acuerdo». Muy romántico, un vestido maravilloso.

 

Yo me hago la indecisa y les pregunto:

 

‑¿Realmente lo encontráis bonito? ¿No crees que es demasiado largo, Eddie?

 

‑No. Nunca se pone tan guapa cuando sale conmigo.

 

‑¡No es cierto!

 

Creo que les encanté a los dos. Era delicioso. Me sentía segura de mí misma.

 

Durante toda la noche, Alain me miró con insistencia y dulzura: «Estoy encantado...»

 

Mamá también estaba muy guapa con su vestido blanco. Bien peinada. Maravillosa. ¡La adoro!

 

Papá también estaba adorable. Me sacó a bailar un lento. Me sentía maravillosamente bien en sus brazos. Es curioso, pero últimamente siento necesidad de un brazo, de una protección. Una gran necesidad.



* Donde la familia está a punto de instalarse, porque el piso del bulevar des Batignolles resultaba demasiado pequeño y ruidoso.

 

 

* Dominique no envió esta carta; la conservó en su Diario.

* Curiosamente, Mireille tendrá un sueño análogo, y lo anotará en su Diario el 5 de mayo de 1958.

* Alain se ha instalado de manera provisional en la casa que todavía está por acabar, porque se sentía más cómodo para trabajar. Desde hacía unos meses, había dejado su habitación a Dominique, porque era el lugar menos ruidoso de toda la casa.

* Carta a su profesora.

* Una amiga de Túnez.

* 5. NO QUIERO QUE ME OLVIDEN

* Escritora y periodista, amiga de Mireille.

. 6. NO QUIERO QUE ME OLVIDEN

* Compárese con el sueño de Dominique del 2 de febrero de 1968.

* Correos, Telégrafos y Teléfonos. (Nota del traductor.)

* El doctor K., por razones médicas, obligó a Mireille a cambiar proyecto. Le prohibió terminantemente escoger para las vacaciones Dominique un lugar del que, en caso de recaída, no pudiera desplazar de inmediato al Hospital des Enfants Malades.

. 7. NO QUIERO QUE ME OLVIDEN